viernes, 28 de junio de 2013

Recuerdos de la vieja Insomnia

Con una contradictoria nostalgia, volvió a una posición en la que pasó noches y noches tiempo atrás.

Las tejas jamás aceptaron su presencia y, como siempre, continuaban frías. Las nubes bajas parecían tragarse a las montañas. La oscuridad nocturna obligó a apagar las farolas. Todo constituía una negrura punteada con luces difuminadas de algún que otro alumbrado lejano.

¡Cuánto llegó a odiar esa sensación tan familiar¡ Tanto silencio, tanta quietud. Si hubiera gritado, lo más seguro es que retumbara un eco que nunca acabaría. Era todo, era nada. Era él, completa y absolutamente solo sobre su tejado a altas horas de la madrugada.

En raras ocasiones, este contexto hacía fluir la imaginación y creatividad, trasportándole así a dos ideales: aquello que por tantas razones no podía ser y a poner palabras al caos en el que vivía sumido. Sin embargo, la mayoría de las veces permanecía ahí tumbado a merced del tiempo. Las horas se volvían segundos cuando los minutos eran días. 

No había frío, no había temor a cualquier peligro. Cualquiera hubiera comparado aquello a una sensación de absurda y temeraria calma, como si de repente los océanos se estancaran y cesara cualquier tipo de movimiento sobre la superficie del agua. Se constituía así como un kamikaze a merced de sus propios sentimientos, los cuales, por una, varias o ninguna razón, no conseguía encontrar.

Tenía el cuerpo totalmente entumecido, como mimetizado en el tejado. Pasó un tiempo que jamás pudo concretar mirando a un punto fijo en las alturas, aunque sin centrar su atención en él. En ese estado de quietud absoluta podía sentir más que nunca cómo ese cuerpo no era más que una carcasa que ocultaba un interior vacío; una nada que jamás podría explicarse en cualquier libro.

De un momento a otro notó correr algo por su mejilla. Una lágrima. No tenía que ser nada más que una sencilla lágrima para encauzar de algún modo cuanto quería expresar. Pero no, amigos, esa no fue su suerte. Desde luego que era una gota lo que atravesaba su cara. Pero le siguió otra, y otra, y otra más. Había empezado a llover.

Siguió con los ojos mirando al mismo punto, sabiendo que su cuerpo se empapaba. Y digo sabiéndolo porque jamás notó la humedad sobre su piel. 

Pasaron las horas, los días, las semanas... o tal vez fueran segundos cuando empezó a amanecer. Sin duda alguna, los amaneceres no eran tan bonitos como se presentaban en cualquier obra de arte.



No hay comentarios:

Publicar un comentario