miércoles, 19 de octubre de 2011

Ante la muerte

Algo te atraviesa. Una onda de choque te da de lleno y te deja sin respiración.

Te congelas. Notas tus tendones, músculos y hasta el último nervio en tensión. No obstante, sorprende tanto que llega a ser efímero.

Pronto olvidas tu cuerpo y los únicos que responden son tus ojos. Tus párpados caen, se desvanecen, fallecen. No, ni te molestes por ellos; jamás volverán. No apartas la mirada. No te lo crees. ¿Acaso respiras? Ni lo sabes ni te importa.

Los ruidos a tu alrededor desaparecen. Se oyen lejanos, como un eco que rehulle a tu audición.

Lentamente y sin saberlo, dejas de ser una persona y te conviertes en una masa de aire que se mueve al son de la más ligera brisa. Te tambaleas. Bailas al son del duelo que comienza con campanadas de muerte.

Lo que antes fuiste se olvida. Te escondes en tu interior, en esa caverna húmeda, oscura y fría. Te acurrucas agarrándote las piernas. El mundo parece resetearse e ignora que hayas existido. Sólo esperas a que alguien venga a rescatarte. Mientras tanto millones de preguntas colapsan tus neuronas. Todo eso en lo más hondo de tu ser, donde ni siquiera tú eres capaz de observarte.

Por instantes, tus ojos se resecan y te obligan a parpadear. Tu cuerpo queda maldito. Desde este momento serás un errante. Una carcasa sin ilusiones, sin objetivos, sin esperanzas.

Ahí es cuando tu vida cambia y te das cuenta de que la persona a la que no has dejado de mirar es a un ser querido muerto.

Él se ha ido.

Y tú también.