domingo, 27 de octubre de 2013

No soy el mismo de ayer y es difícil de explicar

Conociendo la ubicación de la antorcha, alargué mi brazo hacia ella y la encendí. De esta manera comencé mi recorrido habitual por aquel pasillo de piedra. Todo como de costumbre. Era aquel paseo por la oscuridad, acompasando mis pisadas con el goteo incesante de fondo, lo que me preparaba cada noche para la reunión.

Al llegar al final, entré en la cripta. Con las cuatro puertas de madera vieja, los pilares con esculturas talladas en piedra y aquel aire helado, era el escenario perfecto para realizar nuestro propósito habitual. No obstante, encontré las otras tres puertas cerradas aún; era el primero en llegar.

Así pues, caminé hacia el altar y toqué la campana. El aire vibró con cada golpe y, una a una, las puertas se fueron abriendo. De cada una de ellas salió una figura. Todas llevaban una túnica negra y venían encapuchadas, al igual que yo. El único distintivo que poseíamos era la colocación de las cadenas. El ser del norte las traía sobre los ojos, el del sur en los brazos, el del este en las piernas y yo, el del oeste, en el pecho oprimiendo mi corazón.

Todos avanzaron hacia mí arrastrando los pies y haciendo resonar sus cadenas hasta que alcanzaron mi posición y se colocaron en sus respectivos lugares al rededor del altar. Como yo ya ocupaba el mío, el ritual podía dar comienzo.

Nos quitamos las capuchas y nos miramos uno a uno. Era extraño, siempre repetíamos la misma acción aun sabiendo que nuestros rostros eran el mismo, sin embargo, no existió jamás la ocasión en que no encontráramos diferencias. 

Acto seguido miramos al cuerpo que yacía tumbado en la losa de mármol del altar. Era nuestro verdadero cuerpo, quien nos había creado. Esa persona, que en base a sus experiencias y sus sentimientos, se había dividido en cuatro sin saberlo, creándonos a nosotros, que no dejábamos de ser él. Cada vez que dormía tenía lugar esta ceremonia,  donde uno de nosotros se convertiría en el impulso vital de su cuerpo al día siguiente.

Hoy me tocaba a mí, por lo que desaté la bolsa que traía amarrada en la cintura y de ella saqué un poco de polvo con la yema de los dedos. Sin más tardar se lo puse sobre los ojos y esperé a que empezara a reaccionar. Éstos se abrieron y, como si de dos focos se trataran, despidieron una luz tal que nos cegó a todos por unos segundos. Los seres que me acompañaban retornaron con el paso lento y cansado de siempre al lugar que guardaba cada una de sus respectivas puertas y, al cerrarse éstas, todo empezó a girar a una velocidad inconcebible. Empezó a nublárseme la vista y caí inconsciente.

Un dolor en el pecho fue lo que me despertó. Primero abrí un ojo y después el otro. Me encontraba en mi habitación; tocaba empezar un nuevo día. No obstante, me levanté la camisa para ver qué era lo que me había despertado. Asombrado, vi unas marcas que recorrían mis pectorales, las cuales no sabía a qué podían deberse. No recordaba cómo podría habérmelas hecho. De hecho, si no fuera descabellado, juraría que parecían marcas de... cadenas.

Sólo sé que hoy no soy la persona que fui ayer. Pero tal vez mañana sea la que fui antes de ayer. 


viernes, 28 de junio de 2013

Recuerdos de la vieja Insomnia

Con una contradictoria nostalgia, volvió a una posición en la que pasó noches y noches tiempo atrás.

Las tejas jamás aceptaron su presencia y, como siempre, continuaban frías. Las nubes bajas parecían tragarse a las montañas. La oscuridad nocturna obligó a apagar las farolas. Todo constituía una negrura punteada con luces difuminadas de algún que otro alumbrado lejano.

¡Cuánto llegó a odiar esa sensación tan familiar¡ Tanto silencio, tanta quietud. Si hubiera gritado, lo más seguro es que retumbara un eco que nunca acabaría. Era todo, era nada. Era él, completa y absolutamente solo sobre su tejado a altas horas de la madrugada.

En raras ocasiones, este contexto hacía fluir la imaginación y creatividad, trasportándole así a dos ideales: aquello que por tantas razones no podía ser y a poner palabras al caos en el que vivía sumido. Sin embargo, la mayoría de las veces permanecía ahí tumbado a merced del tiempo. Las horas se volvían segundos cuando los minutos eran días. 

No había frío, no había temor a cualquier peligro. Cualquiera hubiera comparado aquello a una sensación de absurda y temeraria calma, como si de repente los océanos se estancaran y cesara cualquier tipo de movimiento sobre la superficie del agua. Se constituía así como un kamikaze a merced de sus propios sentimientos, los cuales, por una, varias o ninguna razón, no conseguía encontrar.

Tenía el cuerpo totalmente entumecido, como mimetizado en el tejado. Pasó un tiempo que jamás pudo concretar mirando a un punto fijo en las alturas, aunque sin centrar su atención en él. En ese estado de quietud absoluta podía sentir más que nunca cómo ese cuerpo no era más que una carcasa que ocultaba un interior vacío; una nada que jamás podría explicarse en cualquier libro.

De un momento a otro notó correr algo por su mejilla. Una lágrima. No tenía que ser nada más que una sencilla lágrima para encauzar de algún modo cuanto quería expresar. Pero no, amigos, esa no fue su suerte. Desde luego que era una gota lo que atravesaba su cara. Pero le siguió otra, y otra, y otra más. Había empezado a llover.

Siguió con los ojos mirando al mismo punto, sabiendo que su cuerpo se empapaba. Y digo sabiéndolo porque jamás notó la humedad sobre su piel. 

Pasaron las horas, los días, las semanas... o tal vez fueran segundos cuando empezó a amanecer. Sin duda alguna, los amaneceres no eran tan bonitos como se presentaban en cualquier obra de arte.



miércoles, 24 de abril de 2013

Es lo que ves, es vacío


El televisor estaba encendido reproduciendo uno de los múltiples campeonatos deportivos en los que había robado miles de aplausos a la grada. Uno por uno, fueron pasando del estante al vídeo y de éste a apilarse en la mesita de al lado.

Giró la silla en dirección a la estantería de la pared. Ahora miraba sus trofeos, medallas y diplomas que había ganado años atrás.

Volvió a girar la silla hacia la cama. Sus mejores vestidos se esparcían sobre la colcha, bien extendidos y planchados.

Costosamente, carraspeó. Era hora de volver a intentar lo de todos los días así que, apartándose su desbaratado pelo liso de la cara, se levantó en dirección al baño con las pocas fuerzas que le quedaban.
Solo iría a mojarse la cara para intentar despertar de cualquier pesadilla en la que pudiera encontrarse. No obstante, el agua no le devolvió a la realidad que esperaba cuando abrió los ojos, así que decidió retornar a su espera eterna.

Arrastrando los pies, anduvo por ese pasillo que se le hacía cada vez más largo hasta llegar al salón, donde sus padres veían las noticias. Justo al pasar frente a ellos sintió un mareo y náuseas y buscó algo a lo que aferrarse para no desplomarse ahí en medio. Alzó la vista y miró a su familia con una vaga llama de esperanza que no tardo en apagarse.

Ellos seguían ahí, impasibles frente a la apariencia sucia, desaliñada y casi moribunda de su hija. ¿Es que aún no se daban cuenta? Tal vez la culpa fuera suya por haber seguido ese camino de éxito desde pequeña, pero no dejaba de reprocharle en silencio a sus progenitores el hecho de que se cegaran con esa imagen de ella. Dejó de ser la niña prodigio hace tiempo pero ellos continuaban embriagados por ello, eran ciegos a cuántos cambios había dado su vida.

Bajo la mirada y decidió proseguir. Hoy, como de costumbre, no había tenido suerte y nadie había reparado en cómo estaba. Cerró la puerta de su cuarto casi sin hacer ruido y se encaminó hacia la bolsa que, ya sin necesidad de esconderla, había dejado tirada en el suelo. Teniéndola ya en la mano, agarró su silla y se sentó para inhalar el contenido de la bolsita. Una vez, y otra, y otra…

Ya había perdido la cuenta cuando sus párpados empezaron a decaer. Fue en ese momento cuando, dejando a su espalda sus vídeos, vestidos, medallas y trofeos, centró su atención en sus nuevas vistas: la única pared libre de objetos de su habitación.

Antes de rendirse a la somnolencia, contempló un buen rato esa pared. Dejaba tras de sí lo que fue en un pasado y miraba a su futuro repitiéndose continuamente lo que veía.
Vacío. Vacío. Va…


domingo, 21 de abril de 2013

La casa de la caja de música


A sus trece años, el joven se dio cuenta de que era una de las pocas ocasiones en las que abandonaba el ritmo de la ciudad. Dejando tras de sí a las multitudes que inundaban su día a día, llegó casi sin saber cómo a las afueras de aquel centrifugado mundo de ruidos, cristales y metal al que los mayores llamaban centro urbano.

Llenando de aire sus pulmones, aprovechó el silencio y la soledad aparente del descampado para sacar uno de sus cigarrillos y encenderlo.  Al tiempo que inhalaba la primera bocanada de humo, una gran silueta entre la niebla llamó su atención, por lo que se decidió a avanzar un poco e ir a investigar.

Era una casa. Además, las grietas que recorrían su fachada y el tono desgastado de la pintura hacían ver que debía estar abandonada a merced del transcurso del tiempo.

Como hipnotizado, olvidó todo cuanto dejaba tras de sí y comenzó a acercarse hacia aquella construcción que la niebla quería esconder de su curiosa mirada. Pisando arbustos secos y nidos de araña, el chiquillo notaba cómo nacía un deseo por ese lugar tan macabro y extravagante a la vez todo lo demás perdía importancia.

Había llegado, estaba frente a la puerta. Los cuervos que revoloteaban por el tejado permanecían mudos, a la espera de que el nuevo huésped les diera la bienvenida pero éste únicamente empujó la puerta. En ese instante, la niebla se tornó más densa y, abrazándole, le instó a avanzar hacia el interior de la morada.

A cada paso la madera del suelo crujía. Notaba eclosionar los huevos de los insectos que habían quedado enganchados en sus zapatillas de deporte pero continuó su marcha. Estaba ahí. Sobre aquel polvoriento mueble se encontraba una forma cúbica de madera que, al abrirla, hizo sonar una siniestra melodía que había permanecido sin oírse demasiado tiempo.

El joven se acurrucó en el suelo. Todo giraba a su alrededor y sus ojos comenzaron a sangrar por la velocidad del momento. Mientras millones de arañas tapaban hasta el último milímetro de su cuerpo, la puerta se cerró de forma brusca. Fue en aquel instante cuando su cara se desfiguró y se dibujó una vaga sonrisa en su semblante. 

miércoles, 16 de enero de 2013

Es ella, es la situación


Hay veces en las que la situación nos supera y nos da un buen repaso. No contenta con ello, insiste en continuar y se ceba. Y no creáis que son casos puntuales, no. En ocasiones te da pequeños respiros para aflojarte una torta en cualquier momento recordándote que sigue ahí, que no ha sido un sueño, que jamás escaparás a su yugo.

Además, en su escurridiza cobardía, ataca en esos momentos de soledad en los cuales sabe que no puedes recurrir a nadie. Su modus operandi, vil y mezquino, tiene mayores efectos en tales ocasiones. Abre heridas, abre otras nuevas mientras las primeras cicatrizan, y cuando parece que el primer problema acaba, levanta las postillas. Es su juego, su macabro pasatiempos, del cual formamos parte y nunca podremos escapar.

Chasquidos en mi cabeza, puñetazos en el estómago, crujir de huesos. Intenta ignorarlos, que continuará aumentando su brutalidad. No importa cuánto te resistas, caerás. Tiene el dominio, posee el control.

Y ahora que la gravedad aumenta, necesito seguir luchando. Es cuestión de tiempo que vuelva a perder de nuevo la batalla, que mi cuerpo yazca de nuevo en el suelo. Por eso te pido, por favor, tiéndeme una mano. Ayúdame a erguirme que está aconteciendo uno de los atardeceres más bonitos que jamás nadie habrá visto en esta tierra.

Es mi último deseo, mi última esperanza. Por favor, te necesito. Tengo que verlo.