domingo, 27 de octubre de 2013

No soy el mismo de ayer y es difícil de explicar

Conociendo la ubicación de la antorcha, alargué mi brazo hacia ella y la encendí. De esta manera comencé mi recorrido habitual por aquel pasillo de piedra. Todo como de costumbre. Era aquel paseo por la oscuridad, acompasando mis pisadas con el goteo incesante de fondo, lo que me preparaba cada noche para la reunión.

Al llegar al final, entré en la cripta. Con las cuatro puertas de madera vieja, los pilares con esculturas talladas en piedra y aquel aire helado, era el escenario perfecto para realizar nuestro propósito habitual. No obstante, encontré las otras tres puertas cerradas aún; era el primero en llegar.

Así pues, caminé hacia el altar y toqué la campana. El aire vibró con cada golpe y, una a una, las puertas se fueron abriendo. De cada una de ellas salió una figura. Todas llevaban una túnica negra y venían encapuchadas, al igual que yo. El único distintivo que poseíamos era la colocación de las cadenas. El ser del norte las traía sobre los ojos, el del sur en los brazos, el del este en las piernas y yo, el del oeste, en el pecho oprimiendo mi corazón.

Todos avanzaron hacia mí arrastrando los pies y haciendo resonar sus cadenas hasta que alcanzaron mi posición y se colocaron en sus respectivos lugares al rededor del altar. Como yo ya ocupaba el mío, el ritual podía dar comienzo.

Nos quitamos las capuchas y nos miramos uno a uno. Era extraño, siempre repetíamos la misma acción aun sabiendo que nuestros rostros eran el mismo, sin embargo, no existió jamás la ocasión en que no encontráramos diferencias. 

Acto seguido miramos al cuerpo que yacía tumbado en la losa de mármol del altar. Era nuestro verdadero cuerpo, quien nos había creado. Esa persona, que en base a sus experiencias y sus sentimientos, se había dividido en cuatro sin saberlo, creándonos a nosotros, que no dejábamos de ser él. Cada vez que dormía tenía lugar esta ceremonia,  donde uno de nosotros se convertiría en el impulso vital de su cuerpo al día siguiente.

Hoy me tocaba a mí, por lo que desaté la bolsa que traía amarrada en la cintura y de ella saqué un poco de polvo con la yema de los dedos. Sin más tardar se lo puse sobre los ojos y esperé a que empezara a reaccionar. Éstos se abrieron y, como si de dos focos se trataran, despidieron una luz tal que nos cegó a todos por unos segundos. Los seres que me acompañaban retornaron con el paso lento y cansado de siempre al lugar que guardaba cada una de sus respectivas puertas y, al cerrarse éstas, todo empezó a girar a una velocidad inconcebible. Empezó a nublárseme la vista y caí inconsciente.

Un dolor en el pecho fue lo que me despertó. Primero abrí un ojo y después el otro. Me encontraba en mi habitación; tocaba empezar un nuevo día. No obstante, me levanté la camisa para ver qué era lo que me había despertado. Asombrado, vi unas marcas que recorrían mis pectorales, las cuales no sabía a qué podían deberse. No recordaba cómo podría habérmelas hecho. De hecho, si no fuera descabellado, juraría que parecían marcas de... cadenas.

Sólo sé que hoy no soy la persona que fui ayer. Pero tal vez mañana sea la que fui antes de ayer. 


viernes, 28 de junio de 2013

Recuerdos de la vieja Insomnia

Con una contradictoria nostalgia, volvió a una posición en la que pasó noches y noches tiempo atrás.

Las tejas jamás aceptaron su presencia y, como siempre, continuaban frías. Las nubes bajas parecían tragarse a las montañas. La oscuridad nocturna obligó a apagar las farolas. Todo constituía una negrura punteada con luces difuminadas de algún que otro alumbrado lejano.

¡Cuánto llegó a odiar esa sensación tan familiar¡ Tanto silencio, tanta quietud. Si hubiera gritado, lo más seguro es que retumbara un eco que nunca acabaría. Era todo, era nada. Era él, completa y absolutamente solo sobre su tejado a altas horas de la madrugada.

En raras ocasiones, este contexto hacía fluir la imaginación y creatividad, trasportándole así a dos ideales: aquello que por tantas razones no podía ser y a poner palabras al caos en el que vivía sumido. Sin embargo, la mayoría de las veces permanecía ahí tumbado a merced del tiempo. Las horas se volvían segundos cuando los minutos eran días. 

No había frío, no había temor a cualquier peligro. Cualquiera hubiera comparado aquello a una sensación de absurda y temeraria calma, como si de repente los océanos se estancaran y cesara cualquier tipo de movimiento sobre la superficie del agua. Se constituía así como un kamikaze a merced de sus propios sentimientos, los cuales, por una, varias o ninguna razón, no conseguía encontrar.

Tenía el cuerpo totalmente entumecido, como mimetizado en el tejado. Pasó un tiempo que jamás pudo concretar mirando a un punto fijo en las alturas, aunque sin centrar su atención en él. En ese estado de quietud absoluta podía sentir más que nunca cómo ese cuerpo no era más que una carcasa que ocultaba un interior vacío; una nada que jamás podría explicarse en cualquier libro.

De un momento a otro notó correr algo por su mejilla. Una lágrima. No tenía que ser nada más que una sencilla lágrima para encauzar de algún modo cuanto quería expresar. Pero no, amigos, esa no fue su suerte. Desde luego que era una gota lo que atravesaba su cara. Pero le siguió otra, y otra, y otra más. Había empezado a llover.

Siguió con los ojos mirando al mismo punto, sabiendo que su cuerpo se empapaba. Y digo sabiéndolo porque jamás notó la humedad sobre su piel. 

Pasaron las horas, los días, las semanas... o tal vez fueran segundos cuando empezó a amanecer. Sin duda alguna, los amaneceres no eran tan bonitos como se presentaban en cualquier obra de arte.



miércoles, 24 de abril de 2013

Es lo que ves, es vacío


El televisor estaba encendido reproduciendo uno de los múltiples campeonatos deportivos en los que había robado miles de aplausos a la grada. Uno por uno, fueron pasando del estante al vídeo y de éste a apilarse en la mesita de al lado.

Giró la silla en dirección a la estantería de la pared. Ahora miraba sus trofeos, medallas y diplomas que había ganado años atrás.

Volvió a girar la silla hacia la cama. Sus mejores vestidos se esparcían sobre la colcha, bien extendidos y planchados.

Costosamente, carraspeó. Era hora de volver a intentar lo de todos los días así que, apartándose su desbaratado pelo liso de la cara, se levantó en dirección al baño con las pocas fuerzas que le quedaban.
Solo iría a mojarse la cara para intentar despertar de cualquier pesadilla en la que pudiera encontrarse. No obstante, el agua no le devolvió a la realidad que esperaba cuando abrió los ojos, así que decidió retornar a su espera eterna.

Arrastrando los pies, anduvo por ese pasillo que se le hacía cada vez más largo hasta llegar al salón, donde sus padres veían las noticias. Justo al pasar frente a ellos sintió un mareo y náuseas y buscó algo a lo que aferrarse para no desplomarse ahí en medio. Alzó la vista y miró a su familia con una vaga llama de esperanza que no tardo en apagarse.

Ellos seguían ahí, impasibles frente a la apariencia sucia, desaliñada y casi moribunda de su hija. ¿Es que aún no se daban cuenta? Tal vez la culpa fuera suya por haber seguido ese camino de éxito desde pequeña, pero no dejaba de reprocharle en silencio a sus progenitores el hecho de que se cegaran con esa imagen de ella. Dejó de ser la niña prodigio hace tiempo pero ellos continuaban embriagados por ello, eran ciegos a cuántos cambios había dado su vida.

Bajo la mirada y decidió proseguir. Hoy, como de costumbre, no había tenido suerte y nadie había reparado en cómo estaba. Cerró la puerta de su cuarto casi sin hacer ruido y se encaminó hacia la bolsa que, ya sin necesidad de esconderla, había dejado tirada en el suelo. Teniéndola ya en la mano, agarró su silla y se sentó para inhalar el contenido de la bolsita. Una vez, y otra, y otra…

Ya había perdido la cuenta cuando sus párpados empezaron a decaer. Fue en ese momento cuando, dejando a su espalda sus vídeos, vestidos, medallas y trofeos, centró su atención en sus nuevas vistas: la única pared libre de objetos de su habitación.

Antes de rendirse a la somnolencia, contempló un buen rato esa pared. Dejaba tras de sí lo que fue en un pasado y miraba a su futuro repitiéndose continuamente lo que veía.
Vacío. Vacío. Va…


domingo, 21 de abril de 2013

La casa de la caja de música


A sus trece años, el joven se dio cuenta de que era una de las pocas ocasiones en las que abandonaba el ritmo de la ciudad. Dejando tras de sí a las multitudes que inundaban su día a día, llegó casi sin saber cómo a las afueras de aquel centrifugado mundo de ruidos, cristales y metal al que los mayores llamaban centro urbano.

Llenando de aire sus pulmones, aprovechó el silencio y la soledad aparente del descampado para sacar uno de sus cigarrillos y encenderlo.  Al tiempo que inhalaba la primera bocanada de humo, una gran silueta entre la niebla llamó su atención, por lo que se decidió a avanzar un poco e ir a investigar.

Era una casa. Además, las grietas que recorrían su fachada y el tono desgastado de la pintura hacían ver que debía estar abandonada a merced del transcurso del tiempo.

Como hipnotizado, olvidó todo cuanto dejaba tras de sí y comenzó a acercarse hacia aquella construcción que la niebla quería esconder de su curiosa mirada. Pisando arbustos secos y nidos de araña, el chiquillo notaba cómo nacía un deseo por ese lugar tan macabro y extravagante a la vez todo lo demás perdía importancia.

Había llegado, estaba frente a la puerta. Los cuervos que revoloteaban por el tejado permanecían mudos, a la espera de que el nuevo huésped les diera la bienvenida pero éste únicamente empujó la puerta. En ese instante, la niebla se tornó más densa y, abrazándole, le instó a avanzar hacia el interior de la morada.

A cada paso la madera del suelo crujía. Notaba eclosionar los huevos de los insectos que habían quedado enganchados en sus zapatillas de deporte pero continuó su marcha. Estaba ahí. Sobre aquel polvoriento mueble se encontraba una forma cúbica de madera que, al abrirla, hizo sonar una siniestra melodía que había permanecido sin oírse demasiado tiempo.

El joven se acurrucó en el suelo. Todo giraba a su alrededor y sus ojos comenzaron a sangrar por la velocidad del momento. Mientras millones de arañas tapaban hasta el último milímetro de su cuerpo, la puerta se cerró de forma brusca. Fue en aquel instante cuando su cara se desfiguró y se dibujó una vaga sonrisa en su semblante. 

miércoles, 16 de enero de 2013

Es ella, es la situación


Hay veces en las que la situación nos supera y nos da un buen repaso. No contenta con ello, insiste en continuar y se ceba. Y no creáis que son casos puntuales, no. En ocasiones te da pequeños respiros para aflojarte una torta en cualquier momento recordándote que sigue ahí, que no ha sido un sueño, que jamás escaparás a su yugo.

Además, en su escurridiza cobardía, ataca en esos momentos de soledad en los cuales sabe que no puedes recurrir a nadie. Su modus operandi, vil y mezquino, tiene mayores efectos en tales ocasiones. Abre heridas, abre otras nuevas mientras las primeras cicatrizan, y cuando parece que el primer problema acaba, levanta las postillas. Es su juego, su macabro pasatiempos, del cual formamos parte y nunca podremos escapar.

Chasquidos en mi cabeza, puñetazos en el estómago, crujir de huesos. Intenta ignorarlos, que continuará aumentando su brutalidad. No importa cuánto te resistas, caerás. Tiene el dominio, posee el control.

Y ahora que la gravedad aumenta, necesito seguir luchando. Es cuestión de tiempo que vuelva a perder de nuevo la batalla, que mi cuerpo yazca de nuevo en el suelo. Por eso te pido, por favor, tiéndeme una mano. Ayúdame a erguirme que está aconteciendo uno de los atardeceres más bonitos que jamás nadie habrá visto en esta tierra.

Es mi último deseo, mi última esperanza. Por favor, te necesito. Tengo que verlo.

miércoles, 16 de mayo de 2012

lunes, 14 de mayo de 2012

Éramos piedra sin saberlo


Hace mucho tiempo, como cada mañana, un alegre niño salió a jugar al parque. La escena siempre era preciosa; rebosante de energía y felicidad bajaba por el largo tobogán, se columpiaba intentando alcanzar las nubes con las puntas de sus zapatos y llenaba sus rodillas y codos de magulladuras.

Sin embargo, aquel día todo fue muy distinto. En uno de sus rutinarios juegos, cayó al suelo y se hizo más daño que nunca. Cojeando, fue como pudo a apoyarse en el muro que había frente a su lugar de diversión favorito. Poco a poco, se sentó en el suelo y, abrazado a sus dos pequeñas piernas, permaneció durante años.

Desde ahí veía a otros chiquillos jugar donde antes él lo hacía. Intentaba imitar las muecas de sus caras pero ya no podía, su piel empezaba a solidificarse. Además, con el tiempo el parque fue abandonándose a merced de la apatía de los ciudadanos hasta que pasó a ser el lugar preferido de los adolescentes para hacer botellón y demás actos vandálicos.

Al cabo de cinco inviernos, las nevadas ya habían decolorado completamente el tobogán. Las cadenas de las que pendían los columpios tampoco se quedaron atrás y, con soberanos bosques de herrumbre, chirriaban con cada soplo de viento. El cuerpo inerte del joven ya se mimetizaba por completo con el muro, no obstante sus ojos permanecían abiertos a la espera de nuevos acontecimientos.

 En ocasiones se sentía acompañado por las nuevas gentes que frecuentaban el lugar; prostitutas, vagabundos... todos ellos paseaban por la alfombra de suciedad, jeringuillas y cartones que poblaban el suelo, como si de una alfombra se tratara. A pesar de ello, nadie reparó en la forma extraña que rompía con la homogeneidad del muro.

Un día, los párpados de la estatua empezaron a decaer. Cada semana su franja de visión decrecía, amenazando con separar a lo que un día fue un niño del resquicio humano que aún permanecía vivo. Así fue procediendo hasta que, en el séptimo atardecer de septiembre, una mano teblorosa se posó en lo que en un pasado fue su mejilla derecha. La sangre empezó a fluir en su interior, y los tonos grises de su piel empezaron a cambiar.

 Tras años en aquella posición, levantó la cabeza y miró hacia el frente de nuevo. Había una persona ahí tendiéndole la mano que, sin saber por qué, le resultaba verdaderamente familiar. La piedra volvió a ser carne y de un salto, abrazó a la figura que, con ojos llenos de lágrimas por haberlo encontrado de nuevo, juró con su vida que jamás dejaría a su niño perderse en la frialdad de la roca, porque la vida sería más dura que cualquier muro que rodeara el parque de sus sueños.

martes, 6 de marzo de 2012

Testimonio de la adicción

Todo comenzó más o menos a mitad de curso. Debido a distintas razones dejé de ver el mundo como lo hacía antes. No podía conciliar el sueño por las noches, no saciaba mi apetito de salir adelante, mis notas caían en picado... ni siquiera disfrutaba de las fiestas a las que iba. Todo ello pasó de ser una serie de acontecimientos sueltos a un círculo vicioso que me hacía sentir más frustrado cada día que pasaba.

Un día recordé el baile de fin de vacaciones de verano. Por aquel entonces empezaba a salir con gente nueva, me apetecía cambiar un poco de ambientes. Aún me acuerdo de lo sorprendido que quedaba al verlos consumir aquella droga, parecían pasárselo genial. No obstante yo prefería mantenerme al margen en esos temas. Sin embargo esa tarde lo vi claro, quería probar. Necesitaba a toda costa algo que me ayudara a apartar el día a día por un instante y... bueno, sólo iba a ser una vez.

Pasó el tiempo y llegó la hora. Era el cumpleaños de uno de ellos, el que en esos momentos era mi mejor amigo. Fue el primero en empezar con su ritual: encendiendo su pipa de vidrio inhaló una gran bocanada. Poco a poco se la fueron pasando uno a uno hasta que llegó mi turno. Mi cuerpo me incitaba a fumar, sin embargo algo dentro de mí me advertía que no sería una buena idea. Agarré con rabia aquel artilugio y, dejando de lado cualquier parte racional de mi ser, absorbí unas cuantas bocanadas.

Era genial. Increíble. Inexplicable. Mejor de lo que nunca hubiera imaginado. Por primera vez después de mucho tiempo me sentía realmente vivo, con fuerzas para realizar cualquier cosa que me propusiera. Los problemas que antes me atormentaban a diario pasaron a un segundo plano en el que no eran más que minucias. Era perfecto...

Así transcurrió el tiempo y lo que era única y exclusivamente para disfrutar al máximo de las fiestas pasó a ser un hábito. Al fin y al cabo, ¿por qué no iba a hacerlo? Mis amigos consumían desde hacía mucho más tiempo que yo y nunca había pasado nada. De hecho, ellos eran unos adictos y estaban bien, yo jamás llegaría a esos extremos así que no tenía que pasar nada malo. Además, mi energía rebosaba. Dormir ya no me importaba tanto, mi cuerpo no se cansaba. De hecho hasta mis notas habían mejorado. No sabía por qué no había probado antes esto.

Poco a poco empecé a enamorarme de ella. Era como si fuera lo único que me comprendiera en este mundo. Mis amigos ya pasaban de este rollo y me decían que parara que se me estaba yendo de las manos. Mis padres empezaron a volverse unos maniáticos y en ocasiones los sorprendía urgando entre los cajones de mi habitación. Mis profesores me empezaron a coger manía, no sabía por qué, pero no había otra explicación para que mis notas estuvieran cayendo como lo hacían. De todos modos me daba igual, mientras tuviera mis dosis diarias lo demás carecía de importancia.

Y así llegó finalmente el peor día de mi vida. Llevaba sin consumir nada desde hacía casi doce horas y mi cuerpo empezaba a descontrolarse. Esto se debía a que mis padres me habían castigado por mis malas calificaciones y no pude conseguir mi dosis. Cada minuto que pasaba sentía más odio hacia ellos, hubiera tirado la puerta abajo y les hubiera hecho cualquier cosa a modo de venganza.

Por la noche, cuando todos dormían en casa, no pude más. Lo necesitaba en ese momento y haría cualquier cosa para conseguirlo. Fui al salón y cogí la pistola de mi padre. Con ella en el bolsillo de la chaqueta salí a la calle y corrí hacia la farmacia de guardia más cercana. Justo antes de entrar, me puse mi capucha y saqué el arma. Entre dando voces, mis ojos inyectados en sangre miraron fijamente a la dependienta y le exigí que me diera los medicamentos con los que podría hacerme unas cuantas dosis. Ella me suplicaba que no le hiciera nada que me daría lo que le pidiese mientras que por mi parte empezaba a perder la noción de todo lo que me rodeaba. Le quité el seguro a la pistola. Iba a matarla, ella sólo era un obstáculo que me impedía conseguir lo que quería. Justo en el último momento, unas luces empezaron a cegarme. Me giré consumido por la rabia hacia ellas para ver qué demonios era y entonces...

¿Qué había sido de mí?¿Qué acababa de hacer? A mis dieciséis años estuve a punto de matar a una persona. Créame doctor, en el momento que vi a todos aquellos policías apuntandome con sus rifles la realidad me abofeteó de lleno. No sabía como había llegado a ese punto... todo había empezado por querer probar.

Decían que las metanfetaminas serían el mejor viaje de mi vida. Que me ayudarían a pasar mis exámenes. Que me ayudarían a olvidar mis problemas. Que serían divertidas.

Mentían doctor, mentían.

miércoles, 18 de enero de 2012

Peticiones del alma


El cielo aún no había empezado a clarear. Llevaba toda la noche buscándolo y, cuando al fin lo encontré, me sentí realmente satisfecho. Lo saqué del estuche, le limpié cuidadosamente el polvo acumulado por el tiempo y salí de casa con determinación.

Iba descalzo pero no me importaba, quería sentir el mundo por última vez. Las flores parecían iluminarme el camino con gotas de rocío que sollozaban por mi partida. Además, soplaba un airecillo cálido que me animaba a no parar y mirar hacia lo que dejaba tras de mí. Había llegado mi momento.

Me coloqué en el claro de hierba que estaba al borde del acantilado y respiré profundamente. ¿Cuántas veces había venido a este lugar? Había perdido la cuenta. Justo al lado de donde me encontraba, había ahora una zona de tierra removida y, encima de esta, un ramo de flores. La miré fijamente y una fuerza desconocida me dio el valor para continuar. Agarré con fuerza mi violín y empecé a tocar una melodía jamás escuchada antes.

Cuando empecé mi concierto, el rocío que impregnaba el lugar empezó a brillar y a elevarse hacia el cielo, asemejándose a estrellas que venían a despertar al Sol al amanecer. Cada gota era un fragmento de mi vida. Mi primer diente de leche, mi primer amor, el camión de juguete que tanto disfruté, mis veranos en el pueblo, mi graduación, el nacimiento de mis dos hijos...

No sé cuanto tiempo estuve tocando, intenté disfrutar de ese momento todo lo que pude. No obstante, llegó el momento de la última nota. Volví a mirar la tierra que, con forma rectangular, resaltaba en aquella pincelada de hierba. Y ahí, al lado de mi propia tumba, puse punto y final al concierto de mi vida a la vez que el primer rayo de sol, acompañado de un soplo de viento, hacía de mi cuerpo motas de polvo que viajaron hasta el horizonte.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Ante la muerte

Algo te atraviesa. Una onda de choque te da de lleno y te deja sin respiración.

Te congelas. Notas tus tendones, músculos y hasta el último nervio en tensión. No obstante, sorprende tanto que llega a ser efímero.

Pronto olvidas tu cuerpo y los únicos que responden son tus ojos. Tus párpados caen, se desvanecen, fallecen. No, ni te molestes por ellos; jamás volverán. No apartas la mirada. No te lo crees. ¿Acaso respiras? Ni lo sabes ni te importa.

Los ruidos a tu alrededor desaparecen. Se oyen lejanos, como un eco que rehulle a tu audición.

Lentamente y sin saberlo, dejas de ser una persona y te conviertes en una masa de aire que se mueve al son de la más ligera brisa. Te tambaleas. Bailas al son del duelo que comienza con campanadas de muerte.

Lo que antes fuiste se olvida. Te escondes en tu interior, en esa caverna húmeda, oscura y fría. Te acurrucas agarrándote las piernas. El mundo parece resetearse e ignora que hayas existido. Sólo esperas a que alguien venga a rescatarte. Mientras tanto millones de preguntas colapsan tus neuronas. Todo eso en lo más hondo de tu ser, donde ni siquiera tú eres capaz de observarte.

Por instantes, tus ojos se resecan y te obligan a parpadear. Tu cuerpo queda maldito. Desde este momento serás un errante. Una carcasa sin ilusiones, sin objetivos, sin esperanzas.

Ahí es cuando tu vida cambia y te das cuenta de que la persona a la que no has dejado de mirar es a un ser querido muerto.

Él se ha ido.

Y tú también.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Visiones del pequeño M. III

Sólo con recordar aquel día me emociono.

Me llamaste esa mañana para quedar, pero observaste lo mal que estaba. Sabías como era y jamás lo admitiría. Colgamos pero tú empezaste a atar cabos y descubriste por qué me encontraba así.

Después de comer volviste a llamar para hablar conmigo, pero te extrañó el hecho de que no estuviera en casa. Preguntaste dónde había ido, pero no sabían a donde. Tú, preocupado, llamaste a algún amigo. Nadie lo sabía así que decidiste salir en mi busca.

Mientras tanto, yo había ido a mi sitio secreto. Aquél donde hallaba cobijo cuando nadie podía ayudarme. Aquél donde en otras ocasiones había ahogado mis penas. En un principió había llorado pero, conforme pasaba el rato fui adquiriendo una pose espectral. Con la mirada perdida y el aire dándome en la cara, miraba al horizonte, donde las montañas surcaban una línea que separaba el cielo de la tierra.

Ya había perdido la noción del tiempo cuando oí unas pisadas que se aproximaban hacia mí. Conforme la figura avanzaba, los pasos se acortaban y ralentizaban hasta el punto de parar detrás de mi espalda. Yo no moví ni un músculo. No obstante, una cálida mano se posó en mi hombro y, poco a poco, el individuo se sentó a mi lado en silencio.

Giré la cabeza y, con los ojos vidriosos, te vi. Eras tú. El único que podía saber dónde encontrarme. La única persona capaz de saber qué hacer conmigo en estos casos. Mi hermano.

Me sonreíste y no hiciste nada más. Sabe Dios cuanto rato estuvimos ahí sentados en silencio. Sin embargo, tu presencia me ayudó a no sentirme solo en ese momento.

Ahí, en mi sitio secreto. Aunque tal vez para quien realmente me conociese no lo fuera tanto.

Visiones del pequeño M. II

Ese día, al igual que los anteriores, había quedado para ir a las piscinas públicas con mis amigos. Como ya teníamos diez años podíamos ir sin nuestros padres, y eso nos daba aún más ganas de acudir a dicho lugar. Le dije de venir a Marcos, pero iría con algunos de su clase porque celebraban el octavo cumpleaños de uno de ellos, así que acordamos que ya nos veríamos por ahí.

Ya llevábamos dos horas cuando vi, en la piscina del fondo, al pequeño. Parecía estar esperando a alguien, ya que estaba sólo y fuera del agua. Decidí ir a saludarle. Conforme avanzaba hacia él, contemplé cómo Dani se puso a su lado y empezó a conversar con él.

Dani era un niño de nueve años totalmente insoportable. Conmigo ya había tenido algún que otro encontronazo, así que me había cogido una tirria impresionante. Además, al enterarse de mi buena relación con Marcos había estado fastidiándole en más de una ocasión, aprovechando que era un año mayor que él. Por tanto, no esperando nada bueno de él, aceleré el paso para ver por qué estaba hablando con mi hermano.

Estaba como a diez metros de ellos cuando Dani empujó a Marcos, haciéndolo caer al agua. Tal vez se diera a sí mismo en la caída ó tal vez le hubiera dado en la cara, no lo sé, pero el hecho de ver que al pequeño le empezaba a sangrar la nariz me hizo entrar en una cólera desmesurada que me aportó la fuerza necesaria para aparecer al lado del abusón en un santiamén. Sin darle tiempo a reaccionar, descargué el mayor puñetazo que jamás he dado en la cara de Dani, dejándolo casi en el suelo del golpe y la impresión.

El socorrista, que andaba por ahí, me agarró rápidamente y me sacó de las piscinas, prohibiéndome volver a entrar en un tiempo. Yo, con mi orgullo, me senté en el borde de la acera intentando convencerme de que podía pasármelo bien en otro lugar sin el estúpido de Dani y ese estirado socorrista.

Llevaba cinco minutos sentado en el suelo e inmerso en mis pensamientos cuando el ruido de la puerta de las piscinas abriéndose me desveló. Giré la cabeza y una pequeña figura se dirigió hacia mí. Tras esto, se sentó a mi lado. Era Marcos. Con un pequeño trozo de papel en la nariz y una mueca de tristeza en la cara me dijo:

“Siento mucho que te hayan echado… todo es culpa mía”

En ese momento rompí a reír.

“Anda calla, que no es para tanto. El llorica ese se lo tenía merecido. ¿Qué te parece si vamos a la plaza? Aquí ya me empiezo a aburrir”

El pequeño sonrío. Acto seguido nos levantamos y nos fuimos de aquel lugar olvidando lo que, unos minutos antes, había sucedido.

viernes, 9 de septiembre de 2011

El mejor día de Miles


Era mi primer día en los Scouts. Tenía poco más de tres años y lo recuerdo como si fuera ayer. Nadie, a excepción de mi hermano, me había respetado nunca y esa vez no sería menos, ya que era de los novatos del grupo y, como en la mayoría de las asociaciones, tocaba ser de los pringadillos. Mi hermano era de los más veteranos; tenía ocho años y era un verdadero líder. Nadie era capaz de burlarse de él.

En un momento de excitación debido a los nervios, el miedo y la vergüenza, no pude controlarme y me meé encima. Un niño de cinco años se me acercó y empezó a reírse de mí. Le pedí por todos los medios que callara, no quería que los demás vieran la marca húmeda en mis pantalones, pero él seguía en su afán de ridiculizarme. Llegué a un punto en el que exploté y le grité: “!Cállate, hijo de puta¡”

En ese instante se hizo un corto silencio que se rompió con un montón de carcajadas. Por un momento me alegré, pero pronto me acordé de la mancha en mi ropa y me intenté tapar con las manos. La gente, al ver mis intentos fallidos de ocultarla, se fijó aún más y las risas se volvieron más sonoras. No sabía donde meterme, se me caía el mundo y empecé a llorar.

No obstante, una mano silenciosa se posó en mi hombro. Era mi hermano. No se reía. Me sacó rápido de la sala y me acompañó al baño. Una vez allí, me quitó los pantalones y me limpió. Tras esto, se quitó los suyos y me los puso. Juntos, volvimos al aula en la que estaban los demás. Abrió la puerta y entramos.

Más de una docena de cabezas se giraron hacia nosotros. Sin duda, el mejor día de mi vida.

Nadie se rió.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Cris; atada a la sociedad.



Era insoportable. Cris había intentado por todos los medios ser lo que le decían los mayores cuando era pequeña: alguien a quien no le importara el qué dirán, alguien con personalidad, una persona diferente y a la vez única. No obstante, lo único que había conseguido era ser una persona diferente al grupo y excluida, o al menos así se solía sentir. Debido a esto, en muchas ocasiones había tenido que ocultar sus emociones o gustos para no ser mirada como un bicho raro; quería encajar.

Ese día no tenía fuerzas de seguir intentándolo, la sociedad había podido con ella. Iba a tirar la toalla.

Tras muchos comederos de cabeza, Cris salió vacilante a la calle en busca de gente y, al doblar la esquina, vio la primera aglomeración. Todos, con la mirada perdida, caras pálidas y ropas desteñidas, se meneaban de un lado para otro con movimientos lentos y carentes de sentido.

Algo que atrajo la atención de la joven fue la inmensa cadena que serpenteaba a lo largo del grupo. Ésta se ramificaba para atravesar a cada uno de los sujetos que se movían frente a ella, manteniéndolos unidos. Mirando detenidamente, observó un trozo de cadena que reposaba sobre el suelo, a la espera de que alguien se lo colocara.

Con las rodillas temblorosas, anduvo hacia el pedazo de metal y lo cogió con su mano izquierda. No estaba extremadamente frío, pero sí lo suficiente como para recordarle a Cris que estaba a punto de traicionar sus principios.

Antes de volverse a hechar en cara otro cúmulo de sentimientos contradictorios, agarró con más fuerza la cadena y la hundió en lo más profundo de su corazón. Poco a poco fue notando como perdía el color y el interés por sus aficiones. Además, su temperatura corporal descendía como si hubiera entrado en un enorme frigorífico. Por cada segundo que pasaba sentía que perdía las fuerzas que tuvo tiempo atrás, su cuerpo se entumecía; perdía su libertad.

Dos lágrimas de impotencia surcaron su cara para caer sobre la cadena que ahora conectaba su pecho con el de otro individuo. Le quedaba poco tiempo para pensar y no podía quitarse de la mente qué habría pasado si hubiera nacido en una sociedad distinta y sin ataduras.

Perdía el conocimiento.

Antes de que su mente entrara en trance pudo contemplar que donde habían caído sus lágrimas ahora aparecían manchas de óxido.

Lo que en un pasado era Cris entrecerró los ojos y empezó a moverse al son de la multitud.

miércoles, 15 de junio de 2011

Estoy pidiendo ayuda


Sin saber tan siquiera cómo, me encontré de repente en lo más profundo de un pozo. Las ropas mojadas, el agua que alcanzaba mi cintura y la escasa luz que se colaba por el agujero que parecía estar a kilómetros de distancia me hacían tiritar de frío. Perdía mi calor cada vez que escupía bocanadas de vaho al ritmo de mi respiración.

Hacía horas, miles de cabezas distintas se habían asomado para darme ánimos y decirme que no me preocupara, que pronto me sacarían de ahí. Familiares, amigos, conciertos benéficos, cámaras de televisión, bomberos; todos me rescatarían.
No obstante, como si se olvidaran de dónde permanecía a su espera, fueron yéndose. Las voces empezaron a perder su número, el ánimo se convirtió en despreocupación y poco a poco llegó la noche.

Debido a la falta de ayuda intenté salir por mis propios medios. Agarré uno de los ladrillos y empecé a trepar intentando engancharme en cualquier recoveco que pillara.
Sólo llevaba cerca de tres metros escalados cuando una figura se asomó y, mirándome con desprecio, dijo:

"Estás distraído"

Caí. Era como si una onda expansiva hubiera salido de aquella boca y, quitándome todas mis fuerzas, me hubiera puesto en el punto de partida.
Volví a intentarlo. Me aferré con la mano derecha, luego puse un pie, después el otro y la luz desapareció. Levanté la cabeza y vi a otra persona.

"Puedes dar más"

Volví a precipitarme al vacío. Esta vez estaba seguro, esas palabras me congelaban los músculos y me quitaban cualquier esperanza de salir. Con estas conclusiones empecé a transformar mis ganas de salir en un pánico unido a un instinto animal de supervivencia que me llevó a querer escapar de ahí antes de que fuera demasiado tarde.

Con todas mis fuerzas empecé a escalar como alma que lleva el diablo, pero esta vez no fueron sólo palabras lo que me golpeó. Agua con una fuerza semejante a la de una catarata rompió a caer sobre mí. Horrorizado pude contemplar cómo todas las personas que por el día habían estado pendientes de mí me arrojaban cubos de agua y, con cada cubo una frase distinta.

"Me tienes harto", "No comes bien", "No das lo que deberías", "No sales de este pozo porque no quieres", "Jamás escaparás porque no te lo propones", "Eres un inútil", "Cualquiera podría salir de ahí"...

Batallaba por respirar. Mi pequeña cárcel se inundaba y yo luchaba por no ahogarme, pataleando por mantener la cabeza fuera del océano que tenía bajo mis pies.

De repente todo cesó. Silencio. No había nadie, el nivel del agua no seguía subiendo. ¿Qué pasaba ahora?

Un ruido. Gruñidos de gente haciendo fuerza. De nuevo el ruido. La luz menguó. Cuando alcé los ojos para ver qué tapaba ahora la boca del pozo contemplé totalmente horrorizado que era una enorme piedra. Pensaban dejarme ahí y tapar mi única salida.
Intenté gritar pero, de la angustia, no salió ningún sonido de mi garganta.

Un estrepitoso golpe me anunció que ya no había escapatoria. Risas, gritos de odio, rugidos de bestias. Todo eso sonaba en conjunto como una orquesta que celebraba algo al otro lado de la piedra. Una melodía de muerte que con el grito de "No sirves para nada" me quitó las ganas de seguir a flote con mi vida.

Y así, dejando de mover las piernas, me hundí en lo más profundo del mar de desesperación líquida que mojaba mis vestiduras, mi pelo, mis ganas de seguir adelante.