El
televisor estaba encendido reproduciendo uno de los múltiples campeonatos
deportivos en los que había robado miles de aplausos a la grada. Uno por uno,
fueron pasando del estante al vídeo y de éste a apilarse en la mesita de al
lado.
Giró la
silla en dirección a la estantería de la pared. Ahora miraba sus trofeos,
medallas y diplomas que había ganado años atrás.
Volvió
a girar la silla hacia la cama. Sus mejores vestidos se esparcían sobre la
colcha, bien extendidos y planchados.
Costosamente,
carraspeó. Era hora de volver a intentar lo de todos los días así que,
apartándose su desbaratado pelo liso de la cara, se levantó en dirección al
baño con las pocas fuerzas que le quedaban.
Solo
iría a mojarse la cara para intentar despertar de cualquier pesadilla en la que
pudiera encontrarse. No obstante, el agua no le devolvió a la realidad que
esperaba cuando abrió los ojos, así que decidió retornar a su espera eterna.
Arrastrando
los pies, anduvo por ese pasillo que se le hacía cada vez más largo hasta
llegar al salón, donde sus padres veían las noticias. Justo al pasar frente a
ellos sintió un mareo y náuseas y buscó algo a lo que aferrarse para no
desplomarse ahí en medio. Alzó la vista y miró a su familia con una vaga llama
de esperanza que no tardo en apagarse.
Ellos
seguían ahí, impasibles frente a la apariencia sucia, desaliñada y casi
moribunda de su hija. ¿Es que aún no se daban cuenta? Tal vez la culpa fuera
suya por haber seguido ese camino de éxito desde pequeña, pero no dejaba de
reprocharle en silencio a sus progenitores el hecho de que se cegaran con esa
imagen de ella. Dejó de ser la niña prodigio hace tiempo pero ellos continuaban
embriagados por ello, eran ciegos a cuántos cambios había dado su vida.
Bajo la
mirada y decidió proseguir. Hoy, como de costumbre, no había tenido suerte y
nadie había reparado en cómo estaba. Cerró la puerta de su cuarto casi sin
hacer ruido y se encaminó hacia la bolsa que, ya sin necesidad de esconderla, había
dejado tirada en el suelo. Teniéndola ya en la mano, agarró su silla y se sentó
para inhalar el contenido de la bolsita. Una vez, y otra, y otra…
Ya
había perdido la cuenta cuando sus párpados empezaron a decaer. Fue en ese
momento cuando, dejando a su espalda sus vídeos, vestidos, medallas y trofeos,
centró su atención en sus nuevas vistas: la única pared libre de objetos de su
habitación.
Antes
de rendirse a la somnolencia, contempló un buen rato esa pared. Dejaba tras de
sí lo que fue en un pasado y miraba a su futuro repitiéndose continuamente lo
que veía.
Vacío.
Vacío. Va…