jueves, 29 de septiembre de 2011

Visiones del pequeño M. III

Sólo con recordar aquel día me emociono.

Me llamaste esa mañana para quedar, pero observaste lo mal que estaba. Sabías como era y jamás lo admitiría. Colgamos pero tú empezaste a atar cabos y descubriste por qué me encontraba así.

Después de comer volviste a llamar para hablar conmigo, pero te extrañó el hecho de que no estuviera en casa. Preguntaste dónde había ido, pero no sabían a donde. Tú, preocupado, llamaste a algún amigo. Nadie lo sabía así que decidiste salir en mi busca.

Mientras tanto, yo había ido a mi sitio secreto. Aquél donde hallaba cobijo cuando nadie podía ayudarme. Aquél donde en otras ocasiones había ahogado mis penas. En un principió había llorado pero, conforme pasaba el rato fui adquiriendo una pose espectral. Con la mirada perdida y el aire dándome en la cara, miraba al horizonte, donde las montañas surcaban una línea que separaba el cielo de la tierra.

Ya había perdido la noción del tiempo cuando oí unas pisadas que se aproximaban hacia mí. Conforme la figura avanzaba, los pasos se acortaban y ralentizaban hasta el punto de parar detrás de mi espalda. Yo no moví ni un músculo. No obstante, una cálida mano se posó en mi hombro y, poco a poco, el individuo se sentó a mi lado en silencio.

Giré la cabeza y, con los ojos vidriosos, te vi. Eras tú. El único que podía saber dónde encontrarme. La única persona capaz de saber qué hacer conmigo en estos casos. Mi hermano.

Me sonreíste y no hiciste nada más. Sabe Dios cuanto rato estuvimos ahí sentados en silencio. Sin embargo, tu presencia me ayudó a no sentirme solo en ese momento.

Ahí, en mi sitio secreto. Aunque tal vez para quien realmente me conociese no lo fuera tanto.

Visiones del pequeño M. II

Ese día, al igual que los anteriores, había quedado para ir a las piscinas públicas con mis amigos. Como ya teníamos diez años podíamos ir sin nuestros padres, y eso nos daba aún más ganas de acudir a dicho lugar. Le dije de venir a Marcos, pero iría con algunos de su clase porque celebraban el octavo cumpleaños de uno de ellos, así que acordamos que ya nos veríamos por ahí.

Ya llevábamos dos horas cuando vi, en la piscina del fondo, al pequeño. Parecía estar esperando a alguien, ya que estaba sólo y fuera del agua. Decidí ir a saludarle. Conforme avanzaba hacia él, contemplé cómo Dani se puso a su lado y empezó a conversar con él.

Dani era un niño de nueve años totalmente insoportable. Conmigo ya había tenido algún que otro encontronazo, así que me había cogido una tirria impresionante. Además, al enterarse de mi buena relación con Marcos había estado fastidiándole en más de una ocasión, aprovechando que era un año mayor que él. Por tanto, no esperando nada bueno de él, aceleré el paso para ver por qué estaba hablando con mi hermano.

Estaba como a diez metros de ellos cuando Dani empujó a Marcos, haciéndolo caer al agua. Tal vez se diera a sí mismo en la caída ó tal vez le hubiera dado en la cara, no lo sé, pero el hecho de ver que al pequeño le empezaba a sangrar la nariz me hizo entrar en una cólera desmesurada que me aportó la fuerza necesaria para aparecer al lado del abusón en un santiamén. Sin darle tiempo a reaccionar, descargué el mayor puñetazo que jamás he dado en la cara de Dani, dejándolo casi en el suelo del golpe y la impresión.

El socorrista, que andaba por ahí, me agarró rápidamente y me sacó de las piscinas, prohibiéndome volver a entrar en un tiempo. Yo, con mi orgullo, me senté en el borde de la acera intentando convencerme de que podía pasármelo bien en otro lugar sin el estúpido de Dani y ese estirado socorrista.

Llevaba cinco minutos sentado en el suelo e inmerso en mis pensamientos cuando el ruido de la puerta de las piscinas abriéndose me desveló. Giré la cabeza y una pequeña figura se dirigió hacia mí. Tras esto, se sentó a mi lado. Era Marcos. Con un pequeño trozo de papel en la nariz y una mueca de tristeza en la cara me dijo:

“Siento mucho que te hayan echado… todo es culpa mía”

En ese momento rompí a reír.

“Anda calla, que no es para tanto. El llorica ese se lo tenía merecido. ¿Qué te parece si vamos a la plaza? Aquí ya me empiezo a aburrir”

El pequeño sonrío. Acto seguido nos levantamos y nos fuimos de aquel lugar olvidando lo que, unos minutos antes, había sucedido.

viernes, 9 de septiembre de 2011

El mejor día de Miles


Era mi primer día en los Scouts. Tenía poco más de tres años y lo recuerdo como si fuera ayer. Nadie, a excepción de mi hermano, me había respetado nunca y esa vez no sería menos, ya que era de los novatos del grupo y, como en la mayoría de las asociaciones, tocaba ser de los pringadillos. Mi hermano era de los más veteranos; tenía ocho años y era un verdadero líder. Nadie era capaz de burlarse de él.

En un momento de excitación debido a los nervios, el miedo y la vergüenza, no pude controlarme y me meé encima. Un niño de cinco años se me acercó y empezó a reírse de mí. Le pedí por todos los medios que callara, no quería que los demás vieran la marca húmeda en mis pantalones, pero él seguía en su afán de ridiculizarme. Llegué a un punto en el que exploté y le grité: “!Cállate, hijo de puta¡”

En ese instante se hizo un corto silencio que se rompió con un montón de carcajadas. Por un momento me alegré, pero pronto me acordé de la mancha en mi ropa y me intenté tapar con las manos. La gente, al ver mis intentos fallidos de ocultarla, se fijó aún más y las risas se volvieron más sonoras. No sabía donde meterme, se me caía el mundo y empecé a llorar.

No obstante, una mano silenciosa se posó en mi hombro. Era mi hermano. No se reía. Me sacó rápido de la sala y me acompañó al baño. Una vez allí, me quitó los pantalones y me limpió. Tras esto, se quitó los suyos y me los puso. Juntos, volvimos al aula en la que estaban los demás. Abrió la puerta y entramos.

Más de una docena de cabezas se giraron hacia nosotros. Sin duda, el mejor día de mi vida.

Nadie se rió.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Cris; atada a la sociedad.



Era insoportable. Cris había intentado por todos los medios ser lo que le decían los mayores cuando era pequeña: alguien a quien no le importara el qué dirán, alguien con personalidad, una persona diferente y a la vez única. No obstante, lo único que había conseguido era ser una persona diferente al grupo y excluida, o al menos así se solía sentir. Debido a esto, en muchas ocasiones había tenido que ocultar sus emociones o gustos para no ser mirada como un bicho raro; quería encajar.

Ese día no tenía fuerzas de seguir intentándolo, la sociedad había podido con ella. Iba a tirar la toalla.

Tras muchos comederos de cabeza, Cris salió vacilante a la calle en busca de gente y, al doblar la esquina, vio la primera aglomeración. Todos, con la mirada perdida, caras pálidas y ropas desteñidas, se meneaban de un lado para otro con movimientos lentos y carentes de sentido.

Algo que atrajo la atención de la joven fue la inmensa cadena que serpenteaba a lo largo del grupo. Ésta se ramificaba para atravesar a cada uno de los sujetos que se movían frente a ella, manteniéndolos unidos. Mirando detenidamente, observó un trozo de cadena que reposaba sobre el suelo, a la espera de que alguien se lo colocara.

Con las rodillas temblorosas, anduvo hacia el pedazo de metal y lo cogió con su mano izquierda. No estaba extremadamente frío, pero sí lo suficiente como para recordarle a Cris que estaba a punto de traicionar sus principios.

Antes de volverse a hechar en cara otro cúmulo de sentimientos contradictorios, agarró con más fuerza la cadena y la hundió en lo más profundo de su corazón. Poco a poco fue notando como perdía el color y el interés por sus aficiones. Además, su temperatura corporal descendía como si hubiera entrado en un enorme frigorífico. Por cada segundo que pasaba sentía que perdía las fuerzas que tuvo tiempo atrás, su cuerpo se entumecía; perdía su libertad.

Dos lágrimas de impotencia surcaron su cara para caer sobre la cadena que ahora conectaba su pecho con el de otro individuo. Le quedaba poco tiempo para pensar y no podía quitarse de la mente qué habría pasado si hubiera nacido en una sociedad distinta y sin ataduras.

Perdía el conocimiento.

Antes de que su mente entrara en trance pudo contemplar que donde habían caído sus lágrimas ahora aparecían manchas de óxido.

Lo que en un pasado era Cris entrecerró los ojos y empezó a moverse al son de la multitud.