miércoles, 18 de enero de 2012

Peticiones del alma


El cielo aún no había empezado a clarear. Llevaba toda la noche buscándolo y, cuando al fin lo encontré, me sentí realmente satisfecho. Lo saqué del estuche, le limpié cuidadosamente el polvo acumulado por el tiempo y salí de casa con determinación.

Iba descalzo pero no me importaba, quería sentir el mundo por última vez. Las flores parecían iluminarme el camino con gotas de rocío que sollozaban por mi partida. Además, soplaba un airecillo cálido que me animaba a no parar y mirar hacia lo que dejaba tras de mí. Había llegado mi momento.

Me coloqué en el claro de hierba que estaba al borde del acantilado y respiré profundamente. ¿Cuántas veces había venido a este lugar? Había perdido la cuenta. Justo al lado de donde me encontraba, había ahora una zona de tierra removida y, encima de esta, un ramo de flores. La miré fijamente y una fuerza desconocida me dio el valor para continuar. Agarré con fuerza mi violín y empecé a tocar una melodía jamás escuchada antes.

Cuando empecé mi concierto, el rocío que impregnaba el lugar empezó a brillar y a elevarse hacia el cielo, asemejándose a estrellas que venían a despertar al Sol al amanecer. Cada gota era un fragmento de mi vida. Mi primer diente de leche, mi primer amor, el camión de juguete que tanto disfruté, mis veranos en el pueblo, mi graduación, el nacimiento de mis dos hijos...

No sé cuanto tiempo estuve tocando, intenté disfrutar de ese momento todo lo que pude. No obstante, llegó el momento de la última nota. Volví a mirar la tierra que, con forma rectangular, resaltaba en aquella pincelada de hierba. Y ahí, al lado de mi propia tumba, puse punto y final al concierto de mi vida a la vez que el primer rayo de sol, acompañado de un soplo de viento, hacía de mi cuerpo motas de polvo que viajaron hasta el horizonte.