sábado, 30 de enero de 2010

Otoño 1312

Y allí estaba yo. De vuelta al pozo de los recuerdos, tras los duros años de campaña. De no ser por las guerras y la temida peste que azotaba cualquier suspiro de vida, sería cmo ese lugar que nombran los abades: el Edén.
El campo de cebada, el amino de carruajes ahora infestado de arbustos...y la casa. La gran casa que parecía ser el motivo de unir el horizonte con la llanura sin fin que comenzaba bajos mis pies.
Todavía se movía la mecedora del pórtico y las ventanas estaban abiertas como si alguien estuiese ventilando la casa, ajeno a la desolación mundial.
Un fino hilo de esperanza me fue haciendo entrar en calor, y con él, mis extremidades empezaron a dirigirme, sin saber por qué, hacia a puerta.
Toqué. En ese momento, el hilo de esperanza pasó a ser una dura estaca que me atravesó sin piedad. La puerta estaba entreabierta. Pequeños diablos me incitaban a imaginarme lo peor, pero al cruzar el umbral me di cuenta de que había llegado tarde. El profundo suelo tenía un gran charco rojizo seco y el olor a muerte me hizo hundirme en el más profundo abismo.
Han pasado dos noches. La mecedora se mueve. La puerta se abre. Una suave mano me agarra con cuidad del hombro. Abro los ojos. Las lágrimas y la costumbre a la oscuridad hacen que me duelan los ojos. Pero todo val por ver lo que ahora veo. Es ella. La amada que dejé; la que murió por esperarme.