miércoles, 15 de junio de 2011

Estoy pidiendo ayuda


Sin saber tan siquiera cómo, me encontré de repente en lo más profundo de un pozo. Las ropas mojadas, el agua que alcanzaba mi cintura y la escasa luz que se colaba por el agujero que parecía estar a kilómetros de distancia me hacían tiritar de frío. Perdía mi calor cada vez que escupía bocanadas de vaho al ritmo de mi respiración.

Hacía horas, miles de cabezas distintas se habían asomado para darme ánimos y decirme que no me preocupara, que pronto me sacarían de ahí. Familiares, amigos, conciertos benéficos, cámaras de televisión, bomberos; todos me rescatarían.
No obstante, como si se olvidaran de dónde permanecía a su espera, fueron yéndose. Las voces empezaron a perder su número, el ánimo se convirtió en despreocupación y poco a poco llegó la noche.

Debido a la falta de ayuda intenté salir por mis propios medios. Agarré uno de los ladrillos y empecé a trepar intentando engancharme en cualquier recoveco que pillara.
Sólo llevaba cerca de tres metros escalados cuando una figura se asomó y, mirándome con desprecio, dijo:

"Estás distraído"

Caí. Era como si una onda expansiva hubiera salido de aquella boca y, quitándome todas mis fuerzas, me hubiera puesto en el punto de partida.
Volví a intentarlo. Me aferré con la mano derecha, luego puse un pie, después el otro y la luz desapareció. Levanté la cabeza y vi a otra persona.

"Puedes dar más"

Volví a precipitarme al vacío. Esta vez estaba seguro, esas palabras me congelaban los músculos y me quitaban cualquier esperanza de salir. Con estas conclusiones empecé a transformar mis ganas de salir en un pánico unido a un instinto animal de supervivencia que me llevó a querer escapar de ahí antes de que fuera demasiado tarde.

Con todas mis fuerzas empecé a escalar como alma que lleva el diablo, pero esta vez no fueron sólo palabras lo que me golpeó. Agua con una fuerza semejante a la de una catarata rompió a caer sobre mí. Horrorizado pude contemplar cómo todas las personas que por el día habían estado pendientes de mí me arrojaban cubos de agua y, con cada cubo una frase distinta.

"Me tienes harto", "No comes bien", "No das lo que deberías", "No sales de este pozo porque no quieres", "Jamás escaparás porque no te lo propones", "Eres un inútil", "Cualquiera podría salir de ahí"...

Batallaba por respirar. Mi pequeña cárcel se inundaba y yo luchaba por no ahogarme, pataleando por mantener la cabeza fuera del océano que tenía bajo mis pies.

De repente todo cesó. Silencio. No había nadie, el nivel del agua no seguía subiendo. ¿Qué pasaba ahora?

Un ruido. Gruñidos de gente haciendo fuerza. De nuevo el ruido. La luz menguó. Cuando alcé los ojos para ver qué tapaba ahora la boca del pozo contemplé totalmente horrorizado que era una enorme piedra. Pensaban dejarme ahí y tapar mi única salida.
Intenté gritar pero, de la angustia, no salió ningún sonido de mi garganta.

Un estrepitoso golpe me anunció que ya no había escapatoria. Risas, gritos de odio, rugidos de bestias. Todo eso sonaba en conjunto como una orquesta que celebraba algo al otro lado de la piedra. Una melodía de muerte que con el grito de "No sirves para nada" me quitó las ganas de seguir a flote con mi vida.

Y así, dejando de mover las piernas, me hundí en lo más profundo del mar de desesperación líquida que mojaba mis vestiduras, mi pelo, mis ganas de seguir adelante.

viernes, 3 de junio de 2011

Ana ama a Rexia.


Volvió a mirar a su plato y tragó saliva. Llevaba incontables vasos de agua pero lo único que había hecho con su comida era moverla de sitio y cortarla innumerables veces. Su abuela, la única persona que vivía con ella, comía a su lado pero no le prestaba atención. En ese momento, Ana se levantó y dijo que comería en su cuarto ya que tenía mucho que estudiar.

Una vez allí, sacó la bolsa de su cajón y arrojó la comida dentro. No pensaba comer. De hecho llevaba un par de semanas sin probar a penas bocado, exceptuando alguna manzana y algo que se veía obligada a ingerir para que los demás no sospecharan. No obstante, tenía hambre así que se puso los auriculares y empezó a escuchar canciones en su mp4 para pensar en otra cosa.

A sus diecisiete años estaba sola. Su madre había muerto tiempo atrás y su padre trabajaba fuera, viniendo a casa los fines de semana y algún otro día que le era posible. De resto, su abuela había venido a vivir con ella, ya que no podían dejar a un menor viviendo solo, no era legal. Sin embargo, Ana cuidaba más de ella que al revés, por lo que podía llevar a cabo sus planes sin problema y sin obstáculos. Al fin y al cabo, vivía con una persona mayor que no se enteraba de la media a la mitad y menos controlada estaría si se aislaba en su cuarto "estudiando".

De nuevo la comida empezó a rondar sus pensamientos. Irritada, se reprochó su debilidad y mordió sus labios para sofocar el impulso de ir a la cocina y devorar todo lo que encontrara al abrir la nevera. No quería volver a ser la maldita gorda que era antes. No quería volver a pesarse y derrumbarse en llantos. No quería sentir las miradas de los demás cada vez que andaba por los pasillos del instituto. No... Quería ser lo que otras en su situación llamaban "princesa".

Además, tenía que demostrarse a sí misma que era capaz de lograr su objetivo. Vivía bajo unas normas que no la dejaban ni respirar y comer o no era lo único que podía controlar. Pero esto no era la verdadera razón por la que actuaba así.

En un arranque de franqueza se desveló a sí misma su secreto. La realidad. La causa de sus acciones. Quería mostrarle a todo el mundo como sufría. Cuando pasó lo de su madre todos la apoyaron, pero al pasar un mes todo volvió a la normalidad. Bueno, todo menos ella. Le exigían lo mismo que a los demás, ya no le tendían una mano, no le preguntaban si estaba bien. Para ellos todo había vuelto a su cauce, pero la realidad distaba mucho de ese pensamiento.

Adelgazaría. Estaba claro que adelgazaría. Su meta eran los 42 kilos. A esas alturas la gente empezaría a preocuparse por ella de nuevo y se darían cuenta de que jamás había estado bien. Muchos ignorantes la tacharían de masoquista pero ella sabía que era una luchadora, una guerrera que llegaría al triunfo y que jamás aceptaría ni admitiría una derrota.

Se lo demostraría a todo el mundo. Se lo demostraría a ella misma. Ana sobrepasaría el límite si era necesario. Sólo una cosa podría frenar su avance en seco: la muerte.