miércoles, 19 de octubre de 2011

Ante la muerte

Algo te atraviesa. Una onda de choque te da de lleno y te deja sin respiración.

Te congelas. Notas tus tendones, músculos y hasta el último nervio en tensión. No obstante, sorprende tanto que llega a ser efímero.

Pronto olvidas tu cuerpo y los únicos que responden son tus ojos. Tus párpados caen, se desvanecen, fallecen. No, ni te molestes por ellos; jamás volverán. No apartas la mirada. No te lo crees. ¿Acaso respiras? Ni lo sabes ni te importa.

Los ruidos a tu alrededor desaparecen. Se oyen lejanos, como un eco que rehulle a tu audición.

Lentamente y sin saberlo, dejas de ser una persona y te conviertes en una masa de aire que se mueve al son de la más ligera brisa. Te tambaleas. Bailas al son del duelo que comienza con campanadas de muerte.

Lo que antes fuiste se olvida. Te escondes en tu interior, en esa caverna húmeda, oscura y fría. Te acurrucas agarrándote las piernas. El mundo parece resetearse e ignora que hayas existido. Sólo esperas a que alguien venga a rescatarte. Mientras tanto millones de preguntas colapsan tus neuronas. Todo eso en lo más hondo de tu ser, donde ni siquiera tú eres capaz de observarte.

Por instantes, tus ojos se resecan y te obligan a parpadear. Tu cuerpo queda maldito. Desde este momento serás un errante. Una carcasa sin ilusiones, sin objetivos, sin esperanzas.

Ahí es cuando tu vida cambia y te das cuenta de que la persona a la que no has dejado de mirar es a un ser querido muerto.

Él se ha ido.

Y tú también.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Visiones del pequeño M. III

Sólo con recordar aquel día me emociono.

Me llamaste esa mañana para quedar, pero observaste lo mal que estaba. Sabías como era y jamás lo admitiría. Colgamos pero tú empezaste a atar cabos y descubriste por qué me encontraba así.

Después de comer volviste a llamar para hablar conmigo, pero te extrañó el hecho de que no estuviera en casa. Preguntaste dónde había ido, pero no sabían a donde. Tú, preocupado, llamaste a algún amigo. Nadie lo sabía así que decidiste salir en mi busca.

Mientras tanto, yo había ido a mi sitio secreto. Aquél donde hallaba cobijo cuando nadie podía ayudarme. Aquél donde en otras ocasiones había ahogado mis penas. En un principió había llorado pero, conforme pasaba el rato fui adquiriendo una pose espectral. Con la mirada perdida y el aire dándome en la cara, miraba al horizonte, donde las montañas surcaban una línea que separaba el cielo de la tierra.

Ya había perdido la noción del tiempo cuando oí unas pisadas que se aproximaban hacia mí. Conforme la figura avanzaba, los pasos se acortaban y ralentizaban hasta el punto de parar detrás de mi espalda. Yo no moví ni un músculo. No obstante, una cálida mano se posó en mi hombro y, poco a poco, el individuo se sentó a mi lado en silencio.

Giré la cabeza y, con los ojos vidriosos, te vi. Eras tú. El único que podía saber dónde encontrarme. La única persona capaz de saber qué hacer conmigo en estos casos. Mi hermano.

Me sonreíste y no hiciste nada más. Sabe Dios cuanto rato estuvimos ahí sentados en silencio. Sin embargo, tu presencia me ayudó a no sentirme solo en ese momento.

Ahí, en mi sitio secreto. Aunque tal vez para quien realmente me conociese no lo fuera tanto.

Visiones del pequeño M. II

Ese día, al igual que los anteriores, había quedado para ir a las piscinas públicas con mis amigos. Como ya teníamos diez años podíamos ir sin nuestros padres, y eso nos daba aún más ganas de acudir a dicho lugar. Le dije de venir a Marcos, pero iría con algunos de su clase porque celebraban el octavo cumpleaños de uno de ellos, así que acordamos que ya nos veríamos por ahí.

Ya llevábamos dos horas cuando vi, en la piscina del fondo, al pequeño. Parecía estar esperando a alguien, ya que estaba sólo y fuera del agua. Decidí ir a saludarle. Conforme avanzaba hacia él, contemplé cómo Dani se puso a su lado y empezó a conversar con él.

Dani era un niño de nueve años totalmente insoportable. Conmigo ya había tenido algún que otro encontronazo, así que me había cogido una tirria impresionante. Además, al enterarse de mi buena relación con Marcos había estado fastidiándole en más de una ocasión, aprovechando que era un año mayor que él. Por tanto, no esperando nada bueno de él, aceleré el paso para ver por qué estaba hablando con mi hermano.

Estaba como a diez metros de ellos cuando Dani empujó a Marcos, haciéndolo caer al agua. Tal vez se diera a sí mismo en la caída ó tal vez le hubiera dado en la cara, no lo sé, pero el hecho de ver que al pequeño le empezaba a sangrar la nariz me hizo entrar en una cólera desmesurada que me aportó la fuerza necesaria para aparecer al lado del abusón en un santiamén. Sin darle tiempo a reaccionar, descargué el mayor puñetazo que jamás he dado en la cara de Dani, dejándolo casi en el suelo del golpe y la impresión.

El socorrista, que andaba por ahí, me agarró rápidamente y me sacó de las piscinas, prohibiéndome volver a entrar en un tiempo. Yo, con mi orgullo, me senté en el borde de la acera intentando convencerme de que podía pasármelo bien en otro lugar sin el estúpido de Dani y ese estirado socorrista.

Llevaba cinco minutos sentado en el suelo e inmerso en mis pensamientos cuando el ruido de la puerta de las piscinas abriéndose me desveló. Giré la cabeza y una pequeña figura se dirigió hacia mí. Tras esto, se sentó a mi lado. Era Marcos. Con un pequeño trozo de papel en la nariz y una mueca de tristeza en la cara me dijo:

“Siento mucho que te hayan echado… todo es culpa mía”

En ese momento rompí a reír.

“Anda calla, que no es para tanto. El llorica ese se lo tenía merecido. ¿Qué te parece si vamos a la plaza? Aquí ya me empiezo a aburrir”

El pequeño sonrío. Acto seguido nos levantamos y nos fuimos de aquel lugar olvidando lo que, unos minutos antes, había sucedido.

viernes, 9 de septiembre de 2011

El mejor día de Miles


Era mi primer día en los Scouts. Tenía poco más de tres años y lo recuerdo como si fuera ayer. Nadie, a excepción de mi hermano, me había respetado nunca y esa vez no sería menos, ya que era de los novatos del grupo y, como en la mayoría de las asociaciones, tocaba ser de los pringadillos. Mi hermano era de los más veteranos; tenía ocho años y era un verdadero líder. Nadie era capaz de burlarse de él.

En un momento de excitación debido a los nervios, el miedo y la vergüenza, no pude controlarme y me meé encima. Un niño de cinco años se me acercó y empezó a reírse de mí. Le pedí por todos los medios que callara, no quería que los demás vieran la marca húmeda en mis pantalones, pero él seguía en su afán de ridiculizarme. Llegué a un punto en el que exploté y le grité: “!Cállate, hijo de puta¡”

En ese instante se hizo un corto silencio que se rompió con un montón de carcajadas. Por un momento me alegré, pero pronto me acordé de la mancha en mi ropa y me intenté tapar con las manos. La gente, al ver mis intentos fallidos de ocultarla, se fijó aún más y las risas se volvieron más sonoras. No sabía donde meterme, se me caía el mundo y empecé a llorar.

No obstante, una mano silenciosa se posó en mi hombro. Era mi hermano. No se reía. Me sacó rápido de la sala y me acompañó al baño. Una vez allí, me quitó los pantalones y me limpió. Tras esto, se quitó los suyos y me los puso. Juntos, volvimos al aula en la que estaban los demás. Abrió la puerta y entramos.

Más de una docena de cabezas se giraron hacia nosotros. Sin duda, el mejor día de mi vida.

Nadie se rió.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Cris; atada a la sociedad.



Era insoportable. Cris había intentado por todos los medios ser lo que le decían los mayores cuando era pequeña: alguien a quien no le importara el qué dirán, alguien con personalidad, una persona diferente y a la vez única. No obstante, lo único que había conseguido era ser una persona diferente al grupo y excluida, o al menos así se solía sentir. Debido a esto, en muchas ocasiones había tenido que ocultar sus emociones o gustos para no ser mirada como un bicho raro; quería encajar.

Ese día no tenía fuerzas de seguir intentándolo, la sociedad había podido con ella. Iba a tirar la toalla.

Tras muchos comederos de cabeza, Cris salió vacilante a la calle en busca de gente y, al doblar la esquina, vio la primera aglomeración. Todos, con la mirada perdida, caras pálidas y ropas desteñidas, se meneaban de un lado para otro con movimientos lentos y carentes de sentido.

Algo que atrajo la atención de la joven fue la inmensa cadena que serpenteaba a lo largo del grupo. Ésta se ramificaba para atravesar a cada uno de los sujetos que se movían frente a ella, manteniéndolos unidos. Mirando detenidamente, observó un trozo de cadena que reposaba sobre el suelo, a la espera de que alguien se lo colocara.

Con las rodillas temblorosas, anduvo hacia el pedazo de metal y lo cogió con su mano izquierda. No estaba extremadamente frío, pero sí lo suficiente como para recordarle a Cris que estaba a punto de traicionar sus principios.

Antes de volverse a hechar en cara otro cúmulo de sentimientos contradictorios, agarró con más fuerza la cadena y la hundió en lo más profundo de su corazón. Poco a poco fue notando como perdía el color y el interés por sus aficiones. Además, su temperatura corporal descendía como si hubiera entrado en un enorme frigorífico. Por cada segundo que pasaba sentía que perdía las fuerzas que tuvo tiempo atrás, su cuerpo se entumecía; perdía su libertad.

Dos lágrimas de impotencia surcaron su cara para caer sobre la cadena que ahora conectaba su pecho con el de otro individuo. Le quedaba poco tiempo para pensar y no podía quitarse de la mente qué habría pasado si hubiera nacido en una sociedad distinta y sin ataduras.

Perdía el conocimiento.

Antes de que su mente entrara en trance pudo contemplar que donde habían caído sus lágrimas ahora aparecían manchas de óxido.

Lo que en un pasado era Cris entrecerró los ojos y empezó a moverse al son de la multitud.

miércoles, 15 de junio de 2011

Estoy pidiendo ayuda


Sin saber tan siquiera cómo, me encontré de repente en lo más profundo de un pozo. Las ropas mojadas, el agua que alcanzaba mi cintura y la escasa luz que se colaba por el agujero que parecía estar a kilómetros de distancia me hacían tiritar de frío. Perdía mi calor cada vez que escupía bocanadas de vaho al ritmo de mi respiración.

Hacía horas, miles de cabezas distintas se habían asomado para darme ánimos y decirme que no me preocupara, que pronto me sacarían de ahí. Familiares, amigos, conciertos benéficos, cámaras de televisión, bomberos; todos me rescatarían.
No obstante, como si se olvidaran de dónde permanecía a su espera, fueron yéndose. Las voces empezaron a perder su número, el ánimo se convirtió en despreocupación y poco a poco llegó la noche.

Debido a la falta de ayuda intenté salir por mis propios medios. Agarré uno de los ladrillos y empecé a trepar intentando engancharme en cualquier recoveco que pillara.
Sólo llevaba cerca de tres metros escalados cuando una figura se asomó y, mirándome con desprecio, dijo:

"Estás distraído"

Caí. Era como si una onda expansiva hubiera salido de aquella boca y, quitándome todas mis fuerzas, me hubiera puesto en el punto de partida.
Volví a intentarlo. Me aferré con la mano derecha, luego puse un pie, después el otro y la luz desapareció. Levanté la cabeza y vi a otra persona.

"Puedes dar más"

Volví a precipitarme al vacío. Esta vez estaba seguro, esas palabras me congelaban los músculos y me quitaban cualquier esperanza de salir. Con estas conclusiones empecé a transformar mis ganas de salir en un pánico unido a un instinto animal de supervivencia que me llevó a querer escapar de ahí antes de que fuera demasiado tarde.

Con todas mis fuerzas empecé a escalar como alma que lleva el diablo, pero esta vez no fueron sólo palabras lo que me golpeó. Agua con una fuerza semejante a la de una catarata rompió a caer sobre mí. Horrorizado pude contemplar cómo todas las personas que por el día habían estado pendientes de mí me arrojaban cubos de agua y, con cada cubo una frase distinta.

"Me tienes harto", "No comes bien", "No das lo que deberías", "No sales de este pozo porque no quieres", "Jamás escaparás porque no te lo propones", "Eres un inútil", "Cualquiera podría salir de ahí"...

Batallaba por respirar. Mi pequeña cárcel se inundaba y yo luchaba por no ahogarme, pataleando por mantener la cabeza fuera del océano que tenía bajo mis pies.

De repente todo cesó. Silencio. No había nadie, el nivel del agua no seguía subiendo. ¿Qué pasaba ahora?

Un ruido. Gruñidos de gente haciendo fuerza. De nuevo el ruido. La luz menguó. Cuando alcé los ojos para ver qué tapaba ahora la boca del pozo contemplé totalmente horrorizado que era una enorme piedra. Pensaban dejarme ahí y tapar mi única salida.
Intenté gritar pero, de la angustia, no salió ningún sonido de mi garganta.

Un estrepitoso golpe me anunció que ya no había escapatoria. Risas, gritos de odio, rugidos de bestias. Todo eso sonaba en conjunto como una orquesta que celebraba algo al otro lado de la piedra. Una melodía de muerte que con el grito de "No sirves para nada" me quitó las ganas de seguir a flote con mi vida.

Y así, dejando de mover las piernas, me hundí en lo más profundo del mar de desesperación líquida que mojaba mis vestiduras, mi pelo, mis ganas de seguir adelante.

viernes, 3 de junio de 2011

Ana ama a Rexia.


Volvió a mirar a su plato y tragó saliva. Llevaba incontables vasos de agua pero lo único que había hecho con su comida era moverla de sitio y cortarla innumerables veces. Su abuela, la única persona que vivía con ella, comía a su lado pero no le prestaba atención. En ese momento, Ana se levantó y dijo que comería en su cuarto ya que tenía mucho que estudiar.

Una vez allí, sacó la bolsa de su cajón y arrojó la comida dentro. No pensaba comer. De hecho llevaba un par de semanas sin probar a penas bocado, exceptuando alguna manzana y algo que se veía obligada a ingerir para que los demás no sospecharan. No obstante, tenía hambre así que se puso los auriculares y empezó a escuchar canciones en su mp4 para pensar en otra cosa.

A sus diecisiete años estaba sola. Su madre había muerto tiempo atrás y su padre trabajaba fuera, viniendo a casa los fines de semana y algún otro día que le era posible. De resto, su abuela había venido a vivir con ella, ya que no podían dejar a un menor viviendo solo, no era legal. Sin embargo, Ana cuidaba más de ella que al revés, por lo que podía llevar a cabo sus planes sin problema y sin obstáculos. Al fin y al cabo, vivía con una persona mayor que no se enteraba de la media a la mitad y menos controlada estaría si se aislaba en su cuarto "estudiando".

De nuevo la comida empezó a rondar sus pensamientos. Irritada, se reprochó su debilidad y mordió sus labios para sofocar el impulso de ir a la cocina y devorar todo lo que encontrara al abrir la nevera. No quería volver a ser la maldita gorda que era antes. No quería volver a pesarse y derrumbarse en llantos. No quería sentir las miradas de los demás cada vez que andaba por los pasillos del instituto. No... Quería ser lo que otras en su situación llamaban "princesa".

Además, tenía que demostrarse a sí misma que era capaz de lograr su objetivo. Vivía bajo unas normas que no la dejaban ni respirar y comer o no era lo único que podía controlar. Pero esto no era la verdadera razón por la que actuaba así.

En un arranque de franqueza se desveló a sí misma su secreto. La realidad. La causa de sus acciones. Quería mostrarle a todo el mundo como sufría. Cuando pasó lo de su madre todos la apoyaron, pero al pasar un mes todo volvió a la normalidad. Bueno, todo menos ella. Le exigían lo mismo que a los demás, ya no le tendían una mano, no le preguntaban si estaba bien. Para ellos todo había vuelto a su cauce, pero la realidad distaba mucho de ese pensamiento.

Adelgazaría. Estaba claro que adelgazaría. Su meta eran los 42 kilos. A esas alturas la gente empezaría a preocuparse por ella de nuevo y se darían cuenta de que jamás había estado bien. Muchos ignorantes la tacharían de masoquista pero ella sabía que era una luchadora, una guerrera que llegaría al triunfo y que jamás aceptaría ni admitiría una derrota.

Se lo demostraría a todo el mundo. Se lo demostraría a ella misma. Ana sobrepasaría el límite si era necesario. Sólo una cosa podría frenar su avance en seco: la muerte.

viernes, 27 de mayo de 2011

Visiones del pequeño M

Por aquel entonces todo iba bien. El verano de mis catorce no distaba de como lo había idealizado: alegría, amigos, buen tiempo, tranquilidad, estar el menor tiempo posible en casa…
Tras haber desayunado, Marcos y yo salimos a encontrarnos con los demás en la plaza. De allí, teníamos pensado subir al monte del Perdón, donde comeríamos, para volver al atardecer.
A pesar de que Marcos tenía dos años menos que yo, lo aceptábamos en el grupo como a uno más. Al fin y al cabo, era parte de nuestra gran familia, sobretodo por lo que a mi respectaba. Así, cuando hubimos distribuido el agua, la comida y demás cosas que habíamos pensado llevar, empezamos la marcha.
En un principio partimos como un grupo homogéneo pero, conforme avanzábamos en el camino, fuimos dividiéndonos en grupos. Nira y yo íbamos con Marcos, que al ser el más pequeño, se cansaba antes. Por ello acabamos distanciándonos del resto hasta el punto de no verlos.
Llevábamos más de una hora andando y decidimos parar un rato a la sombra de un árbol para beber un poco de agua y reponer fuerzas, pues el pueblo donde habíamos acordado encontrarnos con los demás ya se veía y no tardaríamos en llegar. Mientras Nira y yo hablábamos de nuestras cosas, Marcos fue a mirar una cosa que le había llamado la atención al borde del camino.
“¡Pablo!” se oyó. Corrí hacia donde había ido el pequeño y lo vi tendido en el suelo señalando su tobillo a la vez que sollozaba. Me agaché y le quité la deportiva. Él me dijo que le dolía mucho, por lo que dedujimos que igual se lo había torcido. En ese momento se me cayó el mundo encima. En primer lugar, estábamos a un rato de alcanzar a los demás, y si veían que no llegábamos se preocuparían. Por otro, estábamos a más de hora y media del principio y, además, no había cobertura.
Tocaba pensar con mente fría, así que analizamos la situación. Yo regresaría al pueblo con Marcos, y Nira avisaría a los demás. No obstante no podía dejarla sola, ya que los otros estaban a media hora de camino.
Nira me ayudó a inmovilizar un poco el pie del pequeño con su pañuelo y lo cogí a la espalda. Como no era muy alto para su edad pude con él fácilmente, así que empezamos el camino para acompañar a mi amiga con los demás.
Una vez allí, varios se ofrecieron a acompañarme de vuelta a nuestro pueblo pero me negué rotundamente. Debían disfrutar del día, yo podía encargarme de esto sólo. Como me vieron bastante empeñado en ello, no lo discutimos demasiado ya que había que ir al hospital, así que me dieron varias botellas de agua y me despedí.
Al reanudar la caminata, saqué tema rápido para distraer a Marcos y hacerle olvidar un poco el susto que llevaba encima. Así estuvimos un largo rato, parando de vez en cuando para tomar un poco de agua y descansar.
Ya eran cerca de las dos y media y el hambre empezaba a notarse. Paramos en la laguna del camino y sacamos los bocadillos. Marcos se comió el suyo rápidamente y yo, a pesar de que tenía el estómago vacío, partí a la mitad el mío y se lo di. Tenía que comer, que el pobre ya llevaba una buena encima. Además a mi no me importaba pasar hambre. Al acabar volví a subirlo a mi espalda y regresamos al camino.
Ya podíamos ver las casas del pueblo. Debido a que no paraba de contarle y preguntarle cosas, Marcos había conseguido incluso sacar alguna sonrisa, olvidando momentáneamente el dolor.
Fue entonces cuando me abrazó más fuerte y me dio un pequeño beso en la mejilla.
“Te quiero hermano…”
Yo sólo pude responder:
“Yo a ti también enano, yo a ti también”.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Patri no lo sabe muy bien


Patri llevaba unos días sin rumbo, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar ante lo que se ponía en su camino. Había empezado a ser una persona vacía, incapaz de encontrar un por qué a todo lo que sentía. Por tanto, decidió ir a dar una vuelta para tomar un rato el aire y reflexionar sobre lo sucedido hacía una semana.

Su sitio favorito en estas ocasiones era el acantilado donde se encontraba la vieja fábrica de textiles, abandonada desde hacía años tras entrar en bancarrota. En consecuencia, cogió su mochila y se dirigió hacia allí.

Cuando llegó, saltó la verja que custodiaba la entrada y se sentó en una de las máquinas que, con las prisas de buscar otro trabajo, los obreros habían olvidado recoger.

Había pintadas por las paredes, botellas de cristal rotas por el suelo y algunas cadenas que colgaban del techo. A pesar de ello, el silencio sepulcral sólo se veía interrumpido por alguna que otra rata que regresaba o salía de su madriguera. Así sí que Patri podría pensar agusto. En su escondite nadie la interrumpiría ni vendría a recordarle lo desordenada que estaba su habitación o que tenía que estudiar.

Ya llevaba cerca de media hora pensando en sus cosas cuando notó que hacía bastante calor allí dentro, por lo que salió al acantilado a tomar un poco de aire. Una vez ahí, empezó a enfadarse consigo misma debido a que, a pesar de haber tenido un gran rato de meditación, no había sacado ninguna conclusión útil de por qué no sabía lo que sentía. Adelanto un pie y se asomó para ver la estrepitosa caída que le aguardaba si pisaba en falso. Una muerte segura.

De repente, abrió su mochila y sacó el cuchillo que había cogido de casa. Acababa de encontrar la solución a sus dudas. Si algo había que podía sentir, eso sería el dolor.

Agarró con fuerza el mango y hundió la hoja del arma blanca en lo más profundo de su pecho. Con un hilillo de sangre que salía de su boca, podía verse dibujada una sonrisa en ella. Había encontrado la solución.

Así, dando un salto con las últimas fuerzas que le quedaban, se arrojó en picado hacía lo más profundo del acantilado. Mientras caía, el aire movía su flequillo. Las olas, por su parte rugieron como si de leones se tratara.

Ella sabía muy bien que no era en agua en lo que caería.

Se extendía frente a ella el mar de la morfina.

martes, 17 de mayo de 2011

Cris no tiene máscara

Cuando consiguió conciliar el sueño, Cristina empezó a revolverse sobre su cama. Parecía que el hecho de ser muy expresiva se reflejaba incluso cuando dormía, dando vueltas sobre el colchón, agitando a ratos su respiración.


Mientras, en su mente, aparecía un mundo perfecto: colinas verdes, flores, pájaros revoloteando. Sonriente, contempló cómo todo estaba coronado por el mayor Sol que podría haber imaginado jamás.

No obstante, algo le incomodaba. Una tímida ráfaga de aire frío le pasó por el cuello y todo cambió. De las colinas empezaron a surgir ventanas y puertas. Las flores crecieron y echaron a andar. El piar de las aves pasó a ser un atronador ruido de coches. Por último, el Sol se echó a llorar, convirtiéndose cada una de sus lágrimas en farolas que alumbraban calles sin fin. Había nacido la ciudad.
Cristina, aterrada, gritó. Sin embargo, ni una de las personas que pasaban a su lado se inmutó.

Cogiendo a una de ellas por el hombro, le preguntó casi con lágrimas que habia pasado. Al voltearse la figura, Cris pudo contemplar una cara inerte. Una... careta. Giró trescientos sesenta grados y, horrorizada, vio cómo cientas máscaras la miraban con sus ojos muertos.

Un movimiento. El hombre, al que seguía agarrada, levantó los brazos y se los pasó por detrás de la cabeza. Click. La careta cayó al suelo. El hombre no tenía cara alguna. Cientos, miles, millones de "clicks" se oyeron. Cris volvió a girarse y vio infinidad de personas iguales a la que tenía tras de sí.
"No sentimos como tú. Jamás lo haremos. No percibimos las cosas como tú. Jamás lo haremos. De hecho... nos importa una mierda." - se oyó.
De repente, todos explotaron, llenando el ambiente con un humo de color púrpura. ¿Nadie... nadie podía sentir como ella? Entonces...


Buenos días Cristina, es hora de levantarse. Era su madre. Todo había sido un mal sueño. A pesar de ello, aquellas palabras seguían en su mente.

"Buenos días mamá, ¿que hora..."

-"Click"

Su verdadera pesadilla acababa de comenzar.

lunes, 16 de mayo de 2011

Bea se refleja en la realidad.

Como de costumbre, Bea se levantó sistemáticamente de la cama sin pensar si quiera la hora que era ni si debía acabar alguna que otra tarea.
Tal vez esto hubiera tenido importancia en un pasado, pero ya no. Bastante tenía con lo suyo como para seguir el ritmo de la gente.
Se acercó a la ventana y tuvo que entrecerrar los ojos al correr las cortinas. Cuando se acostumbró a la luz, no cambió ni un ápice de expresión, total, ¿para qué?
Todo seguía igual. Los árboles, las nubes, las montañas... Todo seguía, irremediablemente igual.
Tal vez a primera vista parecería vivir una vida plena, pero su mirada perdida escondía la represión de una lucha interna de sentimientos que creía que nadie jamás podría entender. Tal vez fuera eso por lo que no había decidido contarles nada de lo sucedido a sus amigos, o a lo mejor no los quisiera preocupar, o incluso no eran tan buenos compañeros como siempre había creido. Lo ignoraba. Es más, no quería saberlo.
¿Sus padres? A saber. Con ella, desde luego no. Cuando no trabajaban tenían que atender a las necesidades de su hermana pequeña. Era como si a Bea la hubieran olvidado, dándole comida y cama en su casa, pero nada más.
Un pájaro la desveló de sus pensamientos, recordándole que tenía que arreglarse para ir a la boda de su primo. Así, se dirigió hacia el baño para lavarse un poco la cara y despejarse de lo demás.
Todo le daba vueltas, quería correr, gritar, llorar, no verse en ese maldito espejo que le recordaba todos los días que seguía su pesadilla. En un arranque de ira, lanzó su peine hacia él, partiéndolo en múltiples pedazos.
Solo unos pocos quedaron en el marco. En ellos estaba ella, desfigurada, irreconocible... tal y como se sentía por dentro. En los del suelo, lejos de ella sus amigos, familia y conocidos.
Estaba sola.

martes, 10 de mayo de 2011

Recuerdos son lo único que queda

Son las 2:50 de la mañana de un martes. Me hundo en la desesperación. Mi madre murió el 5 de enero de este mismo año. Es duro, lo sé. A mi tan corta edad perder a la persona que más me conocía, junto con mi padre a la que más quería, la que no se separó nunca de mi a pesar de lo fuerte que le dio la vida, la que luchó hasta el último momento, es uno de los mayores golpes que me dará jamás el mundo. Eso se ve últimamente en mi estado de ánimo, mi insomnio, mis pocas ganas de comer y mis crisis de ansiedad y depresión que sufro a momentos.
Todo el mundo me ha animado y me ha ayudado a estar de pie cuando quería estar tirado en el suelo llorando. Llorando de dolor, de rabia y de pena. ¿Por qué la vida se ensañó tanto con ella? ¿Por qué nos pasó nosotros? Tengo que aceptar que no hay respuestas. A lo que si que las hay es a qué se debió su muerte. A cáncer. Su cuarto cáncer, para ser más exactos.
Todo empezó cuando yo tenía la edad de alrededor de un año. Los médicos no le daban más de tres meses, pero gracias a su tesón, lucha, sacrificio y las fuerzas con las que se aferraba a sus ganas de vivir, salió adelante.
Dieciséis años después, tras haber tenido dos recaídas más, no pudo con la tercera. Una tercera que fue, tal vez, enmascarada. En un principio pensé que todo saldría bien, mi madre era invencible. Estaba bastante triste, lloraba todos los días, pero allí estaba yo, haciendo lo posible para que sacara una sonrisa.
Se acercaban las navidades, y como otros años, pensábamos ir a Navarra, la tierra de donde ella procedía y donde tenía a su familia. Esta vez puso bastante empeño en ir, cosa que achaqué a que querría apoyarse en los suyos para sacar fuerzas, algo normal. No tardamos en comprar los billetes de ida y vuelta, aunque jamás imaginé que alguien dejaría uno sin usar.
Ya allí, seguía con sus malestares; la quimioterapia no es algo fácil de llevar. A pesar de ello, siempre conseguía sacar una buena cara al mal tiempo y era la primera que quería que saliera con mis amigos a pasármelo bien.
Así pasaron los días y llegó el nuevo año. A pesar del cansancio, estuvo presente con todos nosotros cuando dieron las campanadas pero, al día siguiente, en año nuevo, ingresó en el hospital porque no se encontraba muy bien. Ese mismo día, mi padre tenía que volver a Canarias por motivos del trabajo. No olvidaré como, cuando se la llevaban en la ambulancia, lloraba diciendo que no lo volvería a ver. Mi padre le prometió que cuando acabara con las reuniones volvería para que regresáramos los tres juntos en avión, que no se preocupara.
Los días siguieron y yo la iba a ver al hospital. La cara al verme siempre irradiaba felicidad, complicidad y levantaría el ánimo a cualquiera, por lo que suponía que cada día estaba mejor. El 4 de enero decidí darle una sorpresa. Como me habían invitado a un cumpleaños por la mañana, cogí el autobús una hora antes y me presenté en el hospital sin previo aviso.
Llegué y no estaba en la cama, pero su compañera de habitación me dijo que había ido al baño. Esperé. Cuando cruzó el umbral de la puerta, junto con mi tía que había pasado la noche en el hospital, me dio un fuerte abrazo mientras sonreía feliz. Estuve hablando con ella un rato, pero a los veinticinco minutos se la llevaron a hacer una prueba que estábamos esperando. Esto me alegró bastante, ya que después de hacérsela era cuestión de un par de días para que le dieran el alta.
Cuando el enfermero se la llevaba en la camilla, se le cuajaron los ojos, me dio un fuerte abrazo y un beso a la vez que me decía cuánto me quería. Yo me despedí haciendo una pequeña gracia y vi como se alejaba por el pasillo, desapareciendo tras la esquina.
De ahí fui al cumpleaños, del que volví a la noche. Al llegar a casa de mis abuelos me dispuse a llamarla, pero me dijeron que ya lo habían hecho y que no se había puesto porque estaba un poco mareada, según mi tía. Prometí que la llamaría a la mañana siguiente y fui a mi cama. Como en los días anteriores no concilié el sueño, y estuve despierto hasta las cuatro y pico de la mañana, admirando un cielo rojo que se veía a través de la ventana de mi cuarto hasta que acabé durmiendo profundamente,
Un golpe. ¿Qué era eso? Estaba todo muy oscuro aún. Miré la hora: las seis y pico de la mañana. Mi puerta crujió y entró mi tío. ¿Qué diablos pasaba? Me levanté casi sin darme cuenta por el sueño mirando con extrañeza hacia la persona que acababa de entrar y, antes de ser capaz de formular pregunta alguna, de la boca de mi tío salieron las palabras:
“Pablo, que tu madre se ha puesto mal de repente, ¿vienes al hospital?”
Sin dudarlo, di un brinco de la cama quitándome todas las cadenas que hacía minutos me ataban a ella. Me vestí más rápido que nunca y… voces. No, no, no. Sollozos. Mi abuela lloraba desconsolada mientras la voz de mi abuelo intentaba calmarla.
La frase de mi tío volvió a mi cabeza. ¿Qué quería decir con “se ha puesto mal”? En una de estas lo agarre con fuerza por el hombro y le pregunté:
“¿Cómo que se ha puesto mal?”
Silencio.
Mi cara empezó a cambiar el semblante.
-“¿Se va… a morir?”
-“Vete… vete haciéndote a la idea de que seguramente no pase de esta noche”.
Mis rodillas vacilaron. Mi cara jamás había adquirido esa expresión. Todo a mi alrededor empezó a dar vueltas. ¿Podía ser eso verdad? Empecé a impacientarme por ver que no me despertaba de ninguna pesadilla y caminé hacia la puerta, donde me apoyé como pude.
“¡Vamos!” grité.

viernes, 18 de marzo de 2011

Chris se despierta en ciudad paranoia

Chris se acababa de levantar. Todo seguía igual que la noche anterior: las latas invadían su mesa, los papeles dormían en el suelo, la cortina bailaba suavemente. Aunque, en realidad, había algo que no encajaba. ¿Qué podía ser?

Se puso una camiseta y miró por la ventana. Todo era completamente agobiante. Coches, calor, multitudes. El mismo ritmo de siempre.

Sintió entonces que se asfixiaba. Se le nublaba la vista y algo le subía por la garganta. Apresuradamente, abrió la puerta de su habitación. Todo le daba vueltas, pero necesitaba llegar al baño. Mientras caminaba hacia él, notó cómo las horas pasaban... ese corredor nunca había sido tan largo.

Ya había anochecido cuando por fin alcanzó el picaporte. Entró. A la vez que levantaba la tapa del inodoro pudo notar cómo algo, que precisamente no era la cena del día anterior, salía de su boca. Sentía cómo sus fuerzas se perdían a cada espasmo que le daba.

No obstante pudo sobrevivir para contemplar horrorizado lo que quedaba en su retrete.

Sangre y ceniza.

domingo, 13 de marzo de 2011

Cueva del lamento nº 1

Había mucha gente en la sala y empezaba a sentirme agobiado, por lo que en ese momento decidí salir del tanatorio.

El cielo estaba gris y las aceras aún seguían mojadas, pero mis piernas se doblaron y me senté como pude en el arcén de la calle. Me ardía la cara, me pesaban los párpados. No quería soltar una lágrima delante de nadie, pero ahora estaba solo. Era mi momento.

La gente me miraba al pasar, frenaban, daban un paso hacia mí hasta que se daban cuenta de que no me conocían de nada, retrocedían y seguían su camino. Yo por el contrario miraba los adoquines en silencio mientras las lágrimas me caían por las mejillas; congelándose una a una con el aire norte que venía de frente.

Pensaba en todo y pensaba en nada. Pensaba en qué pensar. Pensaba en por dónde empezar a pensar. Me intentaba concienciar de que con dieciséis años acababa de perder a mi madre y de ahí en adelante mi vida sería totalmente distinta, me preguntaba dónde demonios iría ahora y miraba al cielo esperando ver el avión en el que mi padre venía.

Di mi última calada al cigarrillo, arrojé lejos la colilla con indiferencia y al ponerme de pie miré con los ojos enrojecidos a unos niños que jugaban felices con sus padres. Quería irme lejos.

Mis piernas empezaron a moverse involuntariamente hacia los jardines de Yamaguchi. No sabía a dónde iba, no sabía quién pasaba a mi lado. Yo mismo me veía lo más parecido a un despojo humano: arrastrando los pies, con la mirada perdida y con la melena revuelta a causa del aire.

Mis amigos debían haber quedado, no sabía si tendrían conocimiento de qué había pasado ese día...pero tampoco esperaba encontrármelos por los alrededores. Seguí avanzando sin rumbo.

Cuando llegué a la plaza, dos figuras que se aproximaban me distrajeron por un momento. Eran Jon y su novia. Él me vio y se fue acercando hacia mí, por lo que decidí pararme. No sabía cómo actuar ni que decir. Tampoco si debía hacer como si no lo hubiera visto o saludar.

Cuando llegó a donde yo estaba, noté su expresión en su cara. Tal vez estaba igual que yo... vi que lo sabía. Me preguntó qué tal estaba mientras me daba una palmada en la espalda. Titubeé.

"Tranquilo Pablo. Dinos dónde es. Mañana vamos a ir todos al entierro, no vas a estar solo"

Después de agradecerle su apoyo nos despedimos.

Mis pies empezaron a moverse y empecé a alejarme hacia un lugar que no recuerdo.

lunes, 21 de febrero de 2011

Sentimiento familiar. (Situado entre el 4º y el 6º pino)

Érase una vez yo. Y bueno... digamos que como cualquier persona, quiero tener una familia que me quiera. Y sí, la mía lo hace. Y digo la mía porque mi verdadera familia la dictamino yo, y no mi plasma sanguíneo.

Mi estupenda familia está formada por toda mi ascendencia por parte de madre(incluyéndola a ella, claro está), mi padre, mis abuelos paternos, las hijas del hermano de mi madre y mis amigos más cercanos.

Dicho así, seguramente vosotros, receptores de este escrito, podéis pensar que mi padre es hijo único, y lo más gracioso es que no.

Dos hermanas tiene, cada una con sus respectivos dos hijos: en mi árbol genealógico, una rama que pide a gritos que la poden; en mi vida diaria, una panda de hijos de puta.

Siento que tenga que ser mi abuela el complemento del nombre del insulto anteriormente citado pero, unas personas que no se preocupan por una mujer que ha sufrido cuatro cánceres no pueden optar a calificativos más correctos. Eso sin añadirle a lo anterior que esa mujer vivía en el mismo lugar que ellos, no debía haber superado el primer cáncer (según los médicos), es mi madre y, por tanto, la esposa de su hermano.

Hace un mes que murió, y fue una ocasión de encuentro tras dos años sin verlos. Y repito, ¡vivimos en la misma isla!, que no es de dimensiones como las de Australia o Groenlandia. Es Tenerife, un corpúsculo enano de tierra que sobresale en el mar. Vamos, que si giramos la cabeza, somos casi capaces de vernos.

Panda de desgraciados. No tengáis la poca vergüenza de ir diciendo que sois familia mía, porque de mi padre no tenéis ni el blanco de los ojos.

Pudríos. Eso sí, desde lo más hondo de esa mierda de sentimiento familiar del que tanto se habla.

Atentamente, lo que según la genética debe ser vuestro sobrino.