miércoles, 18 de mayo de 2011

Patri no lo sabe muy bien


Patri llevaba unos días sin rumbo, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar ante lo que se ponía en su camino. Había empezado a ser una persona vacía, incapaz de encontrar un por qué a todo lo que sentía. Por tanto, decidió ir a dar una vuelta para tomar un rato el aire y reflexionar sobre lo sucedido hacía una semana.

Su sitio favorito en estas ocasiones era el acantilado donde se encontraba la vieja fábrica de textiles, abandonada desde hacía años tras entrar en bancarrota. En consecuencia, cogió su mochila y se dirigió hacia allí.

Cuando llegó, saltó la verja que custodiaba la entrada y se sentó en una de las máquinas que, con las prisas de buscar otro trabajo, los obreros habían olvidado recoger.

Había pintadas por las paredes, botellas de cristal rotas por el suelo y algunas cadenas que colgaban del techo. A pesar de ello, el silencio sepulcral sólo se veía interrumpido por alguna que otra rata que regresaba o salía de su madriguera. Así sí que Patri podría pensar agusto. En su escondite nadie la interrumpiría ni vendría a recordarle lo desordenada que estaba su habitación o que tenía que estudiar.

Ya llevaba cerca de media hora pensando en sus cosas cuando notó que hacía bastante calor allí dentro, por lo que salió al acantilado a tomar un poco de aire. Una vez ahí, empezó a enfadarse consigo misma debido a que, a pesar de haber tenido un gran rato de meditación, no había sacado ninguna conclusión útil de por qué no sabía lo que sentía. Adelanto un pie y se asomó para ver la estrepitosa caída que le aguardaba si pisaba en falso. Una muerte segura.

De repente, abrió su mochila y sacó el cuchillo que había cogido de casa. Acababa de encontrar la solución a sus dudas. Si algo había que podía sentir, eso sería el dolor.

Agarró con fuerza el mango y hundió la hoja del arma blanca en lo más profundo de su pecho. Con un hilillo de sangre que salía de su boca, podía verse dibujada una sonrisa en ella. Había encontrado la solución.

Así, dando un salto con las últimas fuerzas que le quedaban, se arrojó en picado hacía lo más profundo del acantilado. Mientras caía, el aire movía su flequillo. Las olas, por su parte rugieron como si de leones se tratara.

Ella sabía muy bien que no era en agua en lo que caería.

Se extendía frente a ella el mar de la morfina.

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