viernes, 27 de mayo de 2011

Visiones del pequeño M

Por aquel entonces todo iba bien. El verano de mis catorce no distaba de como lo había idealizado: alegría, amigos, buen tiempo, tranquilidad, estar el menor tiempo posible en casa…
Tras haber desayunado, Marcos y yo salimos a encontrarnos con los demás en la plaza. De allí, teníamos pensado subir al monte del Perdón, donde comeríamos, para volver al atardecer.
A pesar de que Marcos tenía dos años menos que yo, lo aceptábamos en el grupo como a uno más. Al fin y al cabo, era parte de nuestra gran familia, sobretodo por lo que a mi respectaba. Así, cuando hubimos distribuido el agua, la comida y demás cosas que habíamos pensado llevar, empezamos la marcha.
En un principio partimos como un grupo homogéneo pero, conforme avanzábamos en el camino, fuimos dividiéndonos en grupos. Nira y yo íbamos con Marcos, que al ser el más pequeño, se cansaba antes. Por ello acabamos distanciándonos del resto hasta el punto de no verlos.
Llevábamos más de una hora andando y decidimos parar un rato a la sombra de un árbol para beber un poco de agua y reponer fuerzas, pues el pueblo donde habíamos acordado encontrarnos con los demás ya se veía y no tardaríamos en llegar. Mientras Nira y yo hablábamos de nuestras cosas, Marcos fue a mirar una cosa que le había llamado la atención al borde del camino.
“¡Pablo!” se oyó. Corrí hacia donde había ido el pequeño y lo vi tendido en el suelo señalando su tobillo a la vez que sollozaba. Me agaché y le quité la deportiva. Él me dijo que le dolía mucho, por lo que dedujimos que igual se lo había torcido. En ese momento se me cayó el mundo encima. En primer lugar, estábamos a un rato de alcanzar a los demás, y si veían que no llegábamos se preocuparían. Por otro, estábamos a más de hora y media del principio y, además, no había cobertura.
Tocaba pensar con mente fría, así que analizamos la situación. Yo regresaría al pueblo con Marcos, y Nira avisaría a los demás. No obstante no podía dejarla sola, ya que los otros estaban a media hora de camino.
Nira me ayudó a inmovilizar un poco el pie del pequeño con su pañuelo y lo cogí a la espalda. Como no era muy alto para su edad pude con él fácilmente, así que empezamos el camino para acompañar a mi amiga con los demás.
Una vez allí, varios se ofrecieron a acompañarme de vuelta a nuestro pueblo pero me negué rotundamente. Debían disfrutar del día, yo podía encargarme de esto sólo. Como me vieron bastante empeñado en ello, no lo discutimos demasiado ya que había que ir al hospital, así que me dieron varias botellas de agua y me despedí.
Al reanudar la caminata, saqué tema rápido para distraer a Marcos y hacerle olvidar un poco el susto que llevaba encima. Así estuvimos un largo rato, parando de vez en cuando para tomar un poco de agua y descansar.
Ya eran cerca de las dos y media y el hambre empezaba a notarse. Paramos en la laguna del camino y sacamos los bocadillos. Marcos se comió el suyo rápidamente y yo, a pesar de que tenía el estómago vacío, partí a la mitad el mío y se lo di. Tenía que comer, que el pobre ya llevaba una buena encima. Además a mi no me importaba pasar hambre. Al acabar volví a subirlo a mi espalda y regresamos al camino.
Ya podíamos ver las casas del pueblo. Debido a que no paraba de contarle y preguntarle cosas, Marcos había conseguido incluso sacar alguna sonrisa, olvidando momentáneamente el dolor.
Fue entonces cuando me abrazó más fuerte y me dio un pequeño beso en la mejilla.
“Te quiero hermano…”
Yo sólo pude responder:
“Yo a ti también enano, yo a ti también”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario